—¡Estúpido, testarudo, lobo en celo! —bramó Nerysa mientras su túnica se arremolinaba a su paso como una tormenta de dignidad ultrajada.

Su melena negra flotaba tras ella como la cola de un cometa furioso, sus ojos centelleaban con un azul glacial y su ceño no admitía súplica ni redención. Había vivido guerras, desafíos de Alfas y tragedias ancestrales, pero esto, esto era el colmo.

—¡Elaria! —escupió el nombre como si tuviera espinas—. ¿De todas las lobas en los malditos cinco territorios tenía que ser Elaria? Esa pulgosa, venenosa, trepadora de lechos…

Una doncella intentó detenerla en el corredor principal.

—Mi señora, el Alfa está en reunión con el consejo, no puede…

—¡Hazte a un lado si quieres conservar las orejas! —le gruñó Nerysa sin frenar un solo paso.

Los sirvientes se apartaban como olas ante el paso de un barco embravecido. Los guerreros agachaban la cabeza. Algunos consejeros más jóvenes murmuraban entre sí cuando la veían subir las escaleras, pero ninguno os