Maximiliano estaba sentado en el avión, mirando por la ventana mientras el motor rugía a su alrededor.
El asiento a su lado estaba vacío, y esa ausencia lo golpeaba como un puñetazo en el pecho. Ariadna debería estar ahí, con su maleta en el compartimento superior, su mano descansando en la suya, su respiración tranquila mientras dormía contra el respaldo. Pero no estaba. La había dejado atrás, en esa habitación llena de maletas a medio cerrar y palabras no dichas, y ahora, a miles de metros de altura, el arrepentimiento le quemaba las entrañas.
Se pasó una mano por el rostro, tratando de calmar la frustración que le subía por la garganta. ¿Por qué se había ido sin ella? Debió convencerla, tomarla de los hombros y hacerle ver que lo que tenían valía la pena. Debió decirle que nunca se arrepentiría de ser su esposa, que podían construir una familia juntos, una vida real más allá de las sombras de esa maldita noche en Londres. Pero en lugar de eso, había cerrado su maleta, había salido