Llegamos a casa sin decir una palabra. El silencio dentro del coche era tan denso que me dolía respirar. Las luces de la entrada se encendieron apenas bajamos, y sentí las piernas temblarme. Leonardo me ofreció el brazo para ayudarme, pero solo lo acepté porque no quería caerme. No por él. No por quien era ahora.
—Despacio —murmuró, como si todavía le creyera capaz de protegerme.
No respondí. Solo caminé, arrastrando los pies, sintiendo ese peso extraño en el pecho que no era de las gemelas. Era de la rabia. De la vergüenza.
Cuando entramos a la habitación, me soltó despacio. La cama estaba intacta, como si el día no hubiera pasado. Me quité los zapatos sin mirarlo y me senté en el borde.
—¿Quieres que te traiga agua? —preguntó, con esa voz baja que antes me derretía.
Negué con la cabeza.
—Solo quiero que me dejes sola un momento.
Dudó. Lo vi detenerse en la puerta, mirándome con esa cara de culpa que me revolvía el estómago.
—Camila, por favor…
—Solo un momento —repetí, firme.
Cerró l