El ascensor subió con esa lentitud exasperante que siempre tenía cuando estaba ansioso, como si supiera que cada piso era un paso más cerca de la conversación que podía cambiarlo todo. El maletín en mi mano se sentía como plomo, la carpeta del contrato dentro de él un recordatorio constante de la batalla que acababa de librar con Richard. Había firmado, sí, pero cada trazo de la pluma había sido una lucha interna.
¿Cómo explicárselo a Camila? ¿Cómo decirle que, a pesar de todo lo que sentíamos, aún necesitaba este pedazo de papel para sentir que el mundo no nos lo arrebataría? El amor no era suficiente en mi vida; nunca lo había sido. Pero con ella, quería que lo fuera.
La puerta del ático se abrió con un zumbido suave, y el aroma del almuerzo me golpeó: salmón a la plancha con hierbas frescas, verduras al vapor y una ensalada ligera que el chef había preparado siguiendo las recomendaciones de la doctora. Camila estaba en la cocina, de espaldas a mí, removiendo algo en un bol con una