Me senté en el borde de la cama esa mañana, observando a Camila mientras dormía. El sol entraba a raudales por las ventanas del ático, bañando su rostro en una luz que hacía resaltar sus pecas como constelaciones diminutas.
Su mano descansaba sobre su vientre, un gesto inconsciente que me hacía sonreír cada vez que lo veía, lo hacía desde que supo que estaba embarazada; empezó a lucir nerviosa desde la noticia, pero también se le veía más feliz.
Habían pasado solo un par de días desde la confirmación en la clínica, días que se habían convertido en un torbellino de euforia y planes.
La nursery empezaba a tomar forma —el diseñador había enviado renders esa mañana, con cunas neutras y paredes en tonos suaves—, y yo no podía dejar de tocar su abdomen, como si pudiera sentir ya el latido de ese pequeño ser que lo cambiaba todo. Pero debajo de la alegría, había una sombra: el contrato. Ese pedazo de papel que había iniciado todo esto, que ahora sentía como una cadena oxidada alrededor de mi