Habían pasado cuatro semanas desde esa noche en el hotel con Leonardo, cuatro semanas que se habían sentido como una eternidad atrapada en un limbo de dolor y rutina. Cada día en Valtris se había convertido en una repetición monótona: ayudar a mi padre con la casa, responder a las llamadas de vecinos preocupados, y tratar de ignorar el vacío que mi madre había dejado.
Él se había recuperado un poco, volvía al taller de carpintería por las mañanas, pero sus ojos seguían nublados por la tristeza. Yo, por mi parte, había intentado mantenerme ocupada, volviendo al trabajo en la clínica como enfermera, atendiendo pacientes con una sonrisa forzada que no llegaba a mis ojos. Pero por las noches, sola en mi habitación, el acuerdo con Leonardo me perseguía como un fantasma. Lo había aceptado en un momento de desesperación, y ahora, con el tiempo, sentía que era el momento de cumplirlo. No podía posponerlo más.
Esa mañana, después de un desayuno rápido con mi padre, tomé el teléfono y marqué su