El ascensor se abre en el piso sesenta, y mi corazón se acelera antes de que mis pies toquen el mármol de la oficina. Algo no está bien. La reunión con los inversores asiáticos fue un borrón, mi mente atrapada en Camila, en su risa durante el desayuno, en cómo sus dedos se enredaron en los míos bajo el agua de la ducha. Pero ahora, al entrar, el aire se siente vacío. Su presencia, esa chispa que llenaba cada rincón, no está.
—Cherry —llamo, mi voz resonando en la oficina. El escritorio está intacto, las vistas de la Castellana brillan bajo el sol de mediodía, pero ella no está. Camino hacia la silla donde la dejé, y entonces lo veo: el sobre, roto, tirado en el suelo como un puñal. El contrato de gestación subrogada, con las primeras páginas arrugadas, como si alguien lo hubiera apretado con rabia. Mi estómago se hunde.
—¿Qué pasó aquí? —pregunto, girándome hacia la puerta. Richard Montes está en el umbral, con su maletín en la mano y una expresión que no me gusta.
—Leonardo, lo sient