El rugido del helicóptero llena mis oídos, pero no ahoga el latido frenético de mi pecho.
Saco el teléfono y marco a Javier Solís, mi contacto en el Ministerio del Interior, un hombre que me debe favores desde que salvé su carrera con un cheque de seis cifras.
A veces el dinero no lo resuelve todo, eso era algo que sabía muy bien, pero los contactos eran otro tipo de salvación. Y, por suerte, yo tenía ambos.
—Javier, necesito algo grande —digo, sin preámbulos, mientras el helicóptero sobrevuela la Castellana—. Una inspección de seguridad en Barajas. Ahora. Retrasa todos los vuelos, dos horas mínimo.
—¿Estás loco, Leonardo? —Su voz tiembla al otro lado—. ¡¿Cómo puedes pedirme algo así?! Eso es un escándalo. Necesito una justificación, algo…
—Invéntalo —lo corto, mi tono helado, no voy a permitir que se me escape de las manos y haré lo que sea, cualquier cosa—. Amenaza terrorista, lo que sea. Hazlo, y tu próximo proyecto está financiado. No me falles.
Cuelga tras un gruñido, y sé que lo