El quirófano olía a desinfectante, y el sonido constante de los monitores marcaba el ritmo del tiempo como un metrónomo impaciente. Pero cuando por fin los primeros llantos llenaron la sala, todo lo demás se desvaneció.
Sophie lloró. No de dolor, sino de alivio, de amor abrumador. De vida. Contra todo pronóstico, había dado a luz sin complicaciones. Tres bebés. Tres latidos nuevos que le recordaban, con cada respiración, que valía la pena haberlo arriesgado todo. Mateo estuvo con ella todo el tiempo. No se apartó de su lado, le sostuvo la mano durante cada contracción, le acarició el cabello con ternura entre jadeos, le susurró que era fuerte cuando ella pensaba que no podía más. Y cuando los bebés nacieron, sus ojos se humedecieron también. No dijo nada. Solo la miró como si acabara de ver un milagro. Esa experiencia compartida se convirtió en un puente invisible entre ambos. Durante las siguientes semanas, Mateo se mantuvo cerca. Llevaba comida al hospital, gestionaba papeleo, ayudaba con el transporte, y muchas veces se quedaba simplemente para hablar con ella mientras los bebés dormían. Sophie, con el cuerpo cansado pero el alma encendida, lo observaba y a veces se preguntaba si era real. Si en medio de todo lo que había perdido, realmente estaba empezando a ganar algo nuevo. Más de una vez pensó que quizá su destino no estaba en el pasado… sino aquí, en los brazos de Mateo. Con su voz tranquila, su mirada cálida, su forma de estar presente sin invadir. Era una sensación extraña. Casi prohibida. Como si la felicidad la hiciera sentir culpable. Y sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, la figura de Logan Belmont aparecía en su mente. Como una sombra persistente. Un recuerdo que todavía no sanaba del todo. ✨✨✨✨✨✨ Pasaron los meses. Sophie se adaptó a la maternidad con disciplina y dulzura. Aprendía rápido. Dormía poco. Reía más. Había días caóticos, pero también momentos mágicos: el primer diente, la primera risa sincronizada, las madrugadas en las que todos se dormían acurrucados juntos. Pero no se conformaba solo con ser madre. Había una llama dentro de ella que ardía con fuerza. Y un día, lo supo con certeza: quería emprender. Quería crear algo propio. Algo que no dependiera de ningún hombre, de ninguna empresa, de ningún apellido. Tenía ahorros. No muchos, pero suficientes para comenzar. Se lo confesó a Mateo durante una tarde lluviosa, sentados frente a la ventana con tazas de café humeante entre las manos. —Quiero abrir mi propia firma de diseño —dijo, sin rodeos—. No quiero trabajar toda la vida para alguien más. Y no quiero que mis hijos crezcan viéndome dudar de mí misma. Mateo la miró en silencio por unos segundos. Luego asintió. —Tienes talento. Mucho. Y visión. Te apoyo completamente. —Gracias —sonrió ella, emocionada—. No estoy esperando que inviertas en mí, solo quería contártelo. Mateo se inclinó hacia adelante, con una media sonrisa. —No lo hago por caridad, Sophie. Lo hago porque confío en ti. Quiero ser parte de esto. ✨✨✨✨✨✨ Dos años después, Evans Studio se había convertido en una firma reconocida dentro del mundo del diseño de identidad de marca. Desde marcas independientes hasta startups internacionales, su toque fresco y audaz comenzaba a dejar huella. Sophie era otra mujer. Más segura. Más libre. Más brillante. Había creado un equipo sólido, se había convertido en un referente en su nicho, y ahora era ella quien decidía los proyectos y las condiciones. Fue entonces cuando Mateo le hizo la propuesta. Estaban cenando en la terraza de un restaurante elegante, con luces colgantes y música suave de fondo. El cielo nocturno estaba despejado, y Sophie parecía relajada, con un vestido azul oscuro que contrastaba con la calidez de su piel. —He estado pensando en la expansión —dijo él, cortando su filete con calma—. Podríamos abrir una oficina en el extranjero. Concretamente… en tu país de origen. Sophie dejó los cubiertos y lo miró fijamente. —¿Londres? —preguntó, sintiendo cómo su estómago se contraía. Mateo asintió. —Tu marca ya tiene presencia online fuerte allí. Sería un buen paso estratégico. Y tú… bueno, eres la mente creativa detrás de todo esto. Hubo una pausa. Sophie bajó la mirada, jugando con el borde de su servilleta. —Volver allá… —dijo con voz baja—. No es solo un viaje de negocios, Mateo. Es enfrentar fantasmas. Personas que quiero olvidar. Cicatrices. —Lo sé —respondió él suavemente—. Y no quiero presionarte. Pero si no cierras ese círculo, siempre será una sombra. Siempre será algo que te sigue, incluso si no lo ves. Lo que Sophie no sabía… era que Mateo también estaba librando su propio conflicto. Cuando se acercó a ella, dos años atrás, su intención no fue pura. Había descubierto su relación con Logan. Sabía quién era ella. Y, en su momento, pensó que usarla sería una excelente forma de dañar a Belmont Enterprises desde adentro. Pero todo eso se desmoronó en cuanto la conoció de verdad. Verla trabajar. Verla ser madre. Verla sobrevivir. Ahora, pensar en enviarla de vuelta a ese entorno que tanto la quebró… le dolía más de lo que quería admitir. Y sin embargo, debía ser honesto. Debía dejarla decidir. Sophie levantó la mirada. Su expresión era distinta. Ya no había miedo, solo determinación. —Volveré —dijo—. No porque quiera. Sino porque debo. No voy a vivir bajo la sombra de Logan por el resto de mi vida. Y esta vez, no regreso con la cabeza gacha. Regreso como alguien que ya no necesita pedir permiso. Mateo le sonrió. Era una sonrisa orgullosa… y un poco triste. —Entonces vamos a hacerlo bien. Sophie asintió. —Sí. Esta vez, yo marco las condiciones. Y mientras las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos, ambos supieron que estaban a punto de abrir un nuevo capítulo. Uno donde el pasado volvería a cruzarse con el presente. Pero esta vez, Sophie ya no era la mujer rota que escapó de madrugada. Era madre. Líder. Fundadora. Y nadie… absolutamente nadie, volvería a callarla.