Capítulo sesenta y cinco. La red invisible.
La mañana amaneció fría sobre el golfo Sarónico.
Ariadna despertó con el sonido distante del mar rompiendo contra las rocas y el espacio vacío a su lado.
El lugar de Andreas en la cama estaba tibio aún, pero él ya se había ido.
Lo encontró en el invernadero, de pie entre los olivos enanos, con un teléfono en una mano y un cuaderno de notas en la otra.
Sus ojos se movían con precisión de cazador mientras hablaba en voz baja, como si cada palabra pesara más que el oro.
—Quiero los nombres exactos de los miembros del consejo que se reunieron con Mitropoulos en Marsella —decía—. No acepto conjeturas, Stavros. Quiero pruebas.
Hizo una pausa, escuchando.
Luego bajó el tono.
—No. No alertes a la Interpol todavía. Quiero que piense que puede moverse con libertad.
Colgó sin despedirse y se volvió.
Al verla, su expresión cambió: de acero a calma.
—No quise despertarte.
—Ya me acostumbré —respondió Ariadna, acercándose con una taza de café—. Aunque me