Capítulo cincuenta y siete. El eco de su respiración.
El sonido constante del monitor cardíaco se había convertido en el reloj del alma de Ariadna López.
Cada pitido era una plegaria.
Cada respiración asistida, un latido que ella no estaba dispuesta a perder.
El hospital privado donde Andreas permanecía ingresado parecía un templo de cristal y silencio. Las persianas estaban siempre medio abiertas, dejando pasar una luz grisácea que se deslizaba sobre el rostro inmóvil del magnate.
Su piel, antes bronceada por el sol griego, tenía un tono pálido. Sus labios estaban resecos. Pero aún así, incluso postrado, Andreas Konstantinos seguía teniendo una presencia casi divina.
Ariadna no se había separado de él en días.
Dormía en una butaca reclinable junto a la cama, con la cabeza apoyada sobre su brazo.
Le hablaba aunque él no pudiera responderle.
—¿Sabes lo que hiciste, Andreas? —murmuró una mañana, con una sonrisa rota—. Me hiciste prometerte que te dejaría ir si era necesario… pero no pue