Capítulo cincuenta. El pasado siempre regresa.
El amanecer sobre Atenas parecía ajeno al caos que se cernía sobre la villa Konstantinos.
Los primeros rayos del sol se filtraban entre las cortinas del dormitorio principal, bañando en luz dorada la habitación donde Andreas y Ariadna permanecían en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos.
Él se había levantado temprano, vestido con una camisa blanca sin abotonar y los ojos fijos en el horizonte.
Ella, recostada sobre la cama, lo observaba desde lejos, sintiendo cómo la distancia entre ambos crecía sin necesidad de palabras.
—No has dormido nada —dijo Ariadna, su voz apenas un susurro.
—No podía —respondió él, sin mirarla—. Tenía demasiado en la cabeza.
—¿Por Dimitrios?
—Por todo —contestó Andreas, girándose finalmente hacia ella. Su mirada era intensa, herida, pero contenida—. Por lo que dijo.
Ariadna bajó la vista.
El nombre de Dimitrios se había convertido en una sombra que amenazaba con destruirlo todo.
—Andreas… no puedes cree