Capítulo cincuenta y uno. El peso del silencio.
El amanecer sobre el mar Egeo era un lienzo de fuego.
El sol emergía lento entre las olas, tiñendo de dorado las aguas que bañaban la costa de Mykonos, pero Andreas no lo veía.
No había dormido en dos días. Desde aquella noche en el muelle, su mundo se había reducido a un torbellino de rabia, culpa y desconfianza.
Ariadna se había ido al amanecer siguiente.
Sin dejar una carta. Sin despedirse.
Solo el eco de sus lágrimas sobre la almohada y el perfume de jazmín impregnado en las sábanas.
Andreas había despertado en la villa vacía, con el corazón apretado, buscando su rastro como un loco.
Pero todo lo que encontró fue la sensación de haberla perdido por su propia culpa.
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—¿Señor Konstantinos? —la voz de Nikos lo sacó de sus pensamientos—. Encon