Capítulo veinticinco. Entre la calma y la tormenta
La villa sobre el acantilado estaba en silencio. Solo el rumor del mar contra las rocas rompía la calma, como un recordatorio de que incluso en el sosiego, la naturaleza nunca duerme.
Ariadna López observaba el horizonte desde la terraza, envuelta en una bata de seda ligera que Andreas había ordenado traer para ella. El viento jugaba con su cabello y, por primera vez en semanas, sentía el aire libre rozando su piel sin rejas ni barrotes que la separaran del mundo.
Unas lágrimas silenciosas resbalaron por sus mejillas. No eran de dolor, sino de desahogo. Había sobrevivido.
Detrás de ella, Andreas se apoyó en el marco de la puerta. Llevaba la chaqueta del traje en la mano y la corbata deshecha. La tensión de la batalla legal aún pesaba sobre sus hombros, pero al verla ahí, con la luna bañando su rostro, sintió que todo lo demás quedaba en segundo plano.
—¿Qué piensas? —preguntó él, con voz baja.
Ariadna se giró lentamente.
—Que no sé si