Capítulo trece. Sangre de hermanos.
La noche en Miconos ardía con un silencio roto por motores y gritos a lo lejos. El coche donde Leonidas mantenía atrapada a Ariadna estaba detenido frente al vehículo que Andreas había usado para bloquear el paso.
Ariadna sentía su corazón desbocado, golpeando contra sus costillas como un tambor de guerra. Andreas estaba allí, de pie bajo la luz intermitente de un farol, con los puños cerrados y la furia contenida en cada músculo de su cuerpo.
Leonidas, en cambio, parecía disfrutar del momento. Una sonrisa torcida se dibujaba en su rostro mientras acariciaba el brazo de Ariadna, no con ternura, sino con un gesto de desafío.
—Siempre fuiste el favorito, Andreas —dijo Leonidas con voz grave—. El hijo perfecto, el heredero que lo tenía todo. ¿Y qué me dejaban a mí? Las sobras.
—No me importa lo que creas que perdiste —respondió Andreas, avanzando un paso—. Esto no tiene nada que ver con ella.
—Al contrario —replicó Leonidas, inclinándose hacia Ariadna—