Llevaba horas de pie. Desde la mañana hasta las cinco de la tarde no había tenido un solo descanso. Mis pies ardían dentro de esos tacones nuevos, como si cada paso me perforara la piel.
Clara me había dicho que me acostumbraría. “Más tarde”, había agregado con un encogimiento de hombros.
Más tarde… sí, claro.
Cuando la vi marcharse al final del pasillo, no lo dudé. Me quité los tacones en silencio y apoyé un pie sobre el otro.
—Ah… qué alivio —susurré para mí misma, estirando los dedos y disfrutando ese diminuto instante de descanso.
No podía relajarme del todo, pero al menos ese pequeño gesto me devolvía el alma al cuerpo.
Liberé también el otro pie, moviéndolo con cuidado, esperando que nadie me viera.
Justo cuando estaba colocandome los zapatos, alguien se acercó sin que me diera cuenta.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó un hombre. Tenía un aspecto decente y una sonrisa amable.
¡No podía creer que alguien me hubiera visto en ese estado!
Lo miré sorprendida.
—¿Vio lo que hice hace un