Esa noche, Alexander regresó a Parkgrove.
—¿Comió? —preguntó al mayordomo.
—Nada. Absolutamente nada hoy.
Alexander sonrió con frialdad.
—Está tratando de ir en mi contra… Muy bien, déjenla. No le envíen comida mañana.
—Sí, señor.
…
Segundo día.
Maya estaba muriéndose de hambre. Un día sin comer ya era insoportable… pero seguía resistiendo.
Pensaba en sus tres hijos. Se preguntaba si llorarían buscándola.
La desesperación la consumía.
Pero aun así, nadie le llevó comida.
¿Ahora qué? ¿De verdad no me va a dar de comer?
Ni desayuno.
Ni almuerzo.
Ni un vaso de agua.
La puerta permaneció cerrada todo el día.
—¿Quiere matarme de hambre porque lo desafié? —susurró Maya, cada vez más débil.
No creía que Alexander la dejara morir.
Si ella moría… él ya no tendría a quién descargarle su rabia.
Pero una parte de su mente le decía que Alexander era capaz de cualquier cosa.
Maya empezó a desesperarse.
Si ella moría, Alexander no perdería nada.
Pero ¿y sus hijos?
Ellos sí lo perderían todo.
Caminó