Después de colgar el teléfono, Maya permaneció hecha una bola en la esquina, con las rodillas dobladas contra el pecho, igual que sus tres pobres bebés.
Todo era culpa del bastardo de Alexander. Si no fuera por él, no estaría separada de sus pequeños. Nunca los había dejado ni un solo día desde que nacieron, y ahora tendría que pasar varios lejos de ellos.
Para poder verlos cuanto antes, decidió que los tiempos desesperados requerían medidas desesperadas.
Maya se secó las lágrimas y trató de ponerse de pie. Sin embargo, después de haber permanecido en cuclillas tanto tiempo y sin haber bebido una sola gota de agua en dos días, se desmayó y cayó sentada en el suelo.
—Mm… —murmuró cuando abrió los ojos. La oscuridad fue tornándose en luz poco a poco.
Pasó un largo momento antes de que pudiera ver todo con claridad.
Arrastrándose, llegó hasta el sofá y se recostó. Permaneció inmóvil, mirando el techo gris oscuro. Cuanto menos se moviera, menos energía gastaría.
A las dos de la madrugada,