Al día siguiente, Maya encontró un pequeño salón de tatuajes en una calle lateral.
La puerta, de madera envejecida, daba al lugar un aire de antigüedad que contrastaba con los colores brillantes del escaparate.
Empujó la puerta con suavidad y entró.
Dentro, un hombre estaba recostado en un asiento reclinable, sin camisa.
Una tatuadora trabajaba en su espalda con precisión, pero Maya no alcanzó a ver el diseño.
La mujer levantó la vista y preguntó con naturalidad:
—¿Vienes a hacerte un tatuaje?
—Ah… sí, quiero hacerme uno —respondió Maya, algo nerviosa.
—¿Tienes un diseño en mente? Si no, puedes elegir uno del álbum —dijo la mujer, señalando un libro de muestras sobre la mesa de centro.
Maya se giró para tomarlo, pero entonces una cortina al fondo del local se levantó.
Una figura familiar emergió de allí, y su cuerpo entero se tensó.
Roberto.
Sostenía la cortina con una mano y fruncía levemente el ceño al verla.
Su mirada era tan arrogante como siempre.
—¿Así que viniste a tatuarte mi