Narrador omnisciente
El camino hasta la casa fue un viaje que Cristian no sintió.
Sus manos temblaban sobre el volante; sus hijos —sus hijos— en el asiento trasero no dijeron una palabra. Era como si todos contuvieran la respiración antes de una tormenta que ya no podía evitarse.
Cuando doblaron por la calle, Cristian reconoció todo antes de que los niños lo señalaran:
la vereda, las macetas viejas, la cortina blanca donde la luz del sol se filtraba como una sombra.
Su corazón golpeaba tan fuerte que le costaba respirar.
—Es ahí —susurró Mara.
Cristian tragó saliva.
No estaba preparado.
No después de diez años.
No después de creerla perdida.
No después de soñarla mil veces y temer que no existiera más.
—¿Ella está…? —preguntó, incapaz de terminar.
—Está adentro —respondió Mateo, serio.
Un silencio.
Cristian cerró los ojos.
Lisa.
Su compañera destinada.
Su esposa que nunca pudo serlo.
La madre de sus hijos.
La mujer que creyó que él la había aba