Mundo de ficçãoIniciar sessãoLisa
—Mínimo te emborrachaste antes de venir para acá. O hueles algo raro. Porque… si entiendes que te conozco hace menos de dos semanas y te he besado dos veces, ¿y ahora me estás diciendo que te quieres casar conmigo? —le dije sin poder creer lo que salía de su boca. Cristian me miraba con una calma que me sacaba de quicio. Tenía esa expresión como si supiera algo que yo no, como si en su mente todo tuviera sentido y en la mía solo hubiera caos. Se encogió de hombros, con una sonrisa leve. —Puede ser que sea extraño para ti, pero más tarde, o más temprano que tarde, vas a entenderlo todo. —¿Entender qué cosa? —pregunté, cruzándome de brazos. —Todo —repitió él, acercándose un poco más—. Por ahora solo puedo decirte una cosa: tú eres mía. Básicamente desde que existe la luna. Y vas a seguir siéndolo hasta que la luna se extinga. Lo miré sin saber si reír o salir corriendo. —¿Perdón? —pregunté, frunciendo el ceño. —Y porque eres mía —continuó como si no me hubiera escuchado—, yo soy quien debe ser. Yo soy quien debe protegerte, quien debe proveerte… —No, no, no —lo interrumpí, dando un paso atrás—. Tú no tienes que protegerme, ni proveerme, ni nada de eso. No soy un objeto para que digas que soy tuya. —Pero lo eres —replicó, con una voz baja, casi ronca. —¿Qué? —le pregunté, sin entender. —No lo decidí yo —dijo, con un brillo extraño en los ojos—. Aunque te confieso que me encanta que ella lo haya decidido. —¿Ella quién? —pregunté, sintiendo un escalofrío. —La luna. Lo miré con incredulidad. —¿De qué estamos hablando? ¿Qué luna? —Mi luna —dijo, y su voz se volvió más suave—. Sé que en tu mente todo esto es confuso. Te juro que lo sé. Y cuando llegue el momento te lo explicaré. Pero no miento cuando digo que tú y yo estamos destinados a estar juntos. —Cristian… —intenté decir algo, pero él no me dejó. —Vamos a casarnos, Lisa. Vamos a tener veinte cachorros —dijo sonriendo, y yo no pude evitar reír por lo absurdo que sonaba—. Y me voy a dedicar a hacerte la mujer más feliz del mundo. Su expresión cambió en ese instante. Ya no parecía bromeando. Lo decía en serio, completamente en serio. Y eso fue lo que me desarmó. No las palabras exactas, sino el tono, la convicción, la manera en que me miraba, como si realmente creyera en lo que decía. Me quedé quieta. Lo observé unos segundos, intentando entender por qué esa frase, tan ridícula, me había golpeado el pecho de esa manera. “Hacerte la mujer más feliz del mundo.” Sonaba tan simple, tan ingenuo, tan fuera de lugar… y sin embargo, me conmovió. Él me miraba sin moverse, con esa mezcla de ternura y locura que lo caracterizaba. Y por primera vez no supe qué decir. Sentí que cualquier palabra iba a sonar pequeña, inútil. —Cristian, esto no tiene sentido —murmuré al fin. —Tal vez no lo tenga —respondió él, encogiéndose de hombros—. Pero lo siento. Lo sé. No puedo explicarlo, pero desde que te vi, todo lo demás dejó de importar. Tragué saliva. Mis manos temblaban. Quería gritarle que estaba loco, que lo que decía era una tontería, que nadie se enamora así, en dos semanas. Pero algo dentro de mí me pedía que no lo hiciera, que no rompiera el momento, que simplemente lo dejara ser. —No sabes nada de mí —le dije al fin, más suave—. No sabes ni siquiera si ronco, o si me gusta el café sin azúcar. —Sé más de lo que crees —dijo él. —Ah, ¿sí? —pregunté con ironía. —Sé que frunces el ceño cuando intentas no llorar. Sé que te muerdes el labio cuando estás nerviosa. Que no soportas que te digan qué hacer, pero que en el fondo te gustaría que alguien se quedara, solo para que no tengas que ser fuerte todo el tiempo. Lo miré en silencio. —No es justo —murmuré, casi sin voz. —¿Qué cosa? —Que digas esas cosas como si me conocieras de toda la vida. Cristian sonrió apenas. —Tal vez sí te conozco de toda la vida —respondió. Me quedé quieta, incapaz de moverme. No supe si lo que sentía era miedo, o ternura, o ambas cosas al mismo tiempo. Sentía el corazón latiendo con fuerza, tan fuerte que pensé que él podía escucharlo. No me gustaba admitirlo, pero me conmovía lo que decía. Me conmovía esa mezcla de locura y sinceridad que solo él podía tener. —No deberías estar aquí —susurré, intentando sonar firme—. Si mi padre entra y te encuentra, te mata. —Lo sé —dijo sin moverse—. Pero vale la pena. Sus ojos se detuvieron en los míos y por un momento todo pareció detenerse. El ruido de la calle, el tic-tac del reloj, incluso mi respiración. Era como si solo existiéramos él y yo en ese cuarto. Quise decir algo, cualquier cosa, pero no me salieron las palabras. Él dio un paso hacia mí, y luego otro. Estaba tan cerca que podía sentir el calor que desprendía su cuerpo. —Lisa —susurró—. No te pido que me creas. Solo que me escuches. No contesté. Me limité a mirarlo, y en ese silencio algo cambió. Tal vez fue su voz, o la forma en que me dijo mi nombre. O quizá fue que, por primera vez, vi en sus ojos algo más que deseo o terquedad. Vi miedo. Miedo a perderme. Y eso me partió el alma. Sentí que las defensas se me caían una a una. Recordé la discusión, todo lo que me había molestado de él, y aún así, no podía enojarme. No en ese momento. Respiré hondo. —Estás loco —le dije, apenas audible. —Un poco —admitió él, con una sonrisa leve. —Y testarudo. —Mucho. —Y no sabes cuándo detenerte. —Nunca —dijo, sin apartar la mirada. No sé qué fue lo que me impulsó a hacerlo. Quizá la ternura, quizá el cansancio de discutir, quizá la forma en que él me miraba, como si yo fuera lo único que existía. Solo sé que di un paso hacia él. Después otro. Cristian no se movió. Simplemente esperó. Podía oír mi propio corazón retumbando en los oídos. Mis manos temblaban, mis pensamientos eran un caos. Pero antes de que pudiera pensarlo dos veces, me acerqué. Me quedé a unos centímetros de su rostro. Vi cómo su respiración se agitaba, cómo su mirada bajaba a mis labios por un segundo y volvía a subir. Y entonces, sin pensarlo más, lo besé. No fue un beso largo ni planeado. Fue torpe, tembloroso, lleno de nervios. Pero también fue real. Sentí su sorpresa primero, y después su respuesta: lenta, cálida, casi cuidadosa, como si tuviera miedo de romperme. Cuando me separé, él me miró con esa sonrisa que me desarma por completo. —Te lo dije —susurró. —¿Qué cosa? —pregunté, aún sin aliento. —Que íbamos a casarnos. Solo es cuestión de tiempo. Rodé los ojos, intentando ocultar la sonrisa que me había provocado. —Sueña, Cristian —murmuré. —Siempre —dijo él, y esta vez fue él quien me besó de nuevo.






