Capítulo 23 intruso

Estaba tan enojada que lo único sensato fue quedarme encerrada en casa todo el día, intentando no pensar en la discusión.

Cada vez que recordaba su cara, su tono, o lo que había dicho, sentía cómo me hervía la sangre otra vez.

Me dolía la cabeza, me ardía el cuerpo de rabia, y aun así no lograba sacarlo de mi mente.

Por más que quisiera odiarlo, su voz seguía repitiéndose dentro de mí, una y otra vez, como una maldita grabación que no podía apagar.

Caía la noche, y yo solo quería ducharme y olvidar todo.

El agua caliente me ayudó a relajar un poco los pensamientos; caía sobre mis hombros como si se llevara el enojo de a poco, gota a gota.

Cerré los ojos, respiré profundo, intentando concentrarme en el sonido del agua en lugar del caos en mi cabeza.

Pero, aun así, la rabia se mezclaba con tristeza, y la tristeza con esa sensación insoportable de impotencia.

Me pregunté en qué momento todo se había vuelto tan complicado, tan intenso, tan… él.

De pronto, escuché un ruido en mi habitación.

Pensé que sería mi mamá y lo dejé pasar. No tenía energía para preocuparme por nada más.

Aun así, algo en mi pecho se tensó, como si una parte de mí supiera que no era solo eso.

Pero no hice caso. Terminé de enjuagarme, me sequé rápido y salí del baño con el cabello aún goteando y la toalla apretada contra el cuerpo.

Y ahí, casi me da un infarto.

Cristian estaba sentado en mi cama.

Tranquilo. Cómodo.

Como si fuera lo más natural del mundo aparecerse ahí, en medio de la noche.

Sus ojos me recorrieron con esa calma peligrosa que me descolocaba, y su expresión… no era la de alguien arrepentido, sino la de alguien que sabía exactamente lo que hacía.

—¿Qué haces aquí? —le solté, sin disimular el susto.

Mi voz salió temblando, pero no de miedo. Era más bien esa mezcla de enojo con incredulidad que te deja sin aire.

—No podía dormir sabiendo que estabas enojada conmigo —respondió, como si eso justificara su locura.

Me quedé mirándolo, sin poder creer lo que acababa de decir.

—¿Y crees que me voy a contentar si te metes en mi casa a esta hora?

—Necesitaba verte —dijo, y lo odié por sonar tan sincero.

Odié cómo su tono me ablandaba por dentro, mientras por fuera intentaba mantenerme firme.

—¿Te volviste loco? Si te encuentran aquí, nos matan a los dos.

—Vale la pena el riesgo.

—Definitivamente hay algo mal en tu cabeza.

—Sí, una que otra cosita anda mal —bromeó, con esa sonrisa que me daba ganas de lanzarle algo.

Le pedí que se fuera. Le supliqué.

Pero él se mantuvo firme, cruzado de brazos, sin moverse ni un centímetro.

Su mirada era intensa, fija en mí, como si estuviera decidido a no dejarme escapar hasta obtener lo que quería.

Y lo peor era que una parte de mí, muy escondida, no sabía si quería que se fuera.

—No me pienso ir. Pero ya que no vas a renunciar, hagamos un trato. Si lo haces, te doy un ingreso mensual. No tendrás que preocuparte por nada.

Su tono era serio, casi empresario, pero sus ojos decían otra cosa.

—No necesito nada de ti —le dije, cada palabra mordiéndome la lengua de la rabia.

Sentía que si me acercaba un paso más, iba a empujarlo por la ventana.

—Entonces entiende tú que no me voy a ir sin mi beso y sin que lleguemos a un trato.

—Perfecto, hagamos un trato. Si te largas ahora, prometo no agarrarte del cuello y tirarte por la ventana.

Se rió.

Una risa baja, suave, que me recorrió la piel como un escalofrío.

—Qué agresiva… ¿por qué tratas tan mal a tu novio?

—¿Mi qué? —pregunté, alzando una ceja.

—Tu novio —dijo, mirándome fijo, sin pestañear—. Bueno, no. Tu futuro esposo.

—¿Estás drogado o algo así?

—No, ¿por qué lo dices? —preguntó con total naturalidad, como si lo que acababa de soltar fuera lo más lógico del mundo.

—Porque estás diciendo que soy tu futura esposa.

—Claro —contestó, tan seguro de sí mismo—. Porque pronto vas a serlo.

Y ahí me quedé, paralizada, intentando decidir si lo que sentía era miedo, enojo… o algo mucho peor.

Porque cuando lo dijo, sus ojos brillaban con esa intensidad que conocía demasiado bien.

Esa mirada que mezclaba deseo, terquedad, y una promesa que no sabía si quería escuchar.

Mi corazón empezó a golpearme en el pecho, tan fuerte que tuve que apretar la toalla para no temblar.

No sabía si gritarle que se fuera o acercarme a comprobar si hablaba en serio.

Y él… él solo me observaba, como si esperara mi reacción, con una calma peligrosa.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP