Estaba tan enojada que lo único sensato fue quedarme encerrada en casa todo el día, intentando no pensar en la discusión.
Cada vez que recordaba su cara, su tono, o lo que había dicho, sentía cómo me hervía la sangre otra vez.
Me dolía la cabeza, me ardía el cuerpo de rabia, y aun así no lograba sacarlo de mi mente.
Por más que quisiera odiarlo, su voz seguía repitiéndose dentro de mí, una y otra vez, como una maldita grabación que no podía apagar.
Caía la noche, y yo solo quería ducharme y olvidar todo.
El agua caliente me ayudó a relajar un poco los pensamientos; caía sobre mis hombros como si se llevara el enojo de a poco, gota a gota.
Cerré los ojos, respiré profundo, intentando concentrarme en el sonido del agua en lugar del caos en mi cabeza.
Pero, aun así, la rabia se mezclaba con tristeza, y la tristeza con esa sensación insoportable de impotencia.
Me pregunté en qué momento todo se había vuelto tan complicado, tan intenso, tan… él.
De pronto, escuché un ruido en mi habitación