Capítulo 22 todo tuyo

Lisa

Entré al aula temprano, antes de que llegara cualquiera. Todo estaba en silencio, los pupitres alineados, las sillas vacías, el aire cargado del olor a libros y tiza, y la luz del sol entrando por las ventanas, dibujando sombras en el suelo. Mi corazón latía un poco más rápido de lo habitual, y un escalofrío recorrió mi espalda al pensar que él estaría aquí. Y sí, ahí estaba, detrás de mí, silencioso y seguro, su presencia llenando el espacio vacío sin siquiera moverse demasiado.

—Hola, buen día —dijo Cristian, con esa calma que siempre me desconcertaba.

—Buenos días, de vuelta —respondí, intentando sonar natural, aunque mi voz temblaba un poco.

Se acercó despacio a mi mesa, cada paso medido, casi reverente, y se aseguró de que no hubiera nadie cerca. Miró hacia la puerta, evaluando, comprobando que estábamos solos, y entonces, inesperadamente, se inclinó y me dio un pequeño beso. El contacto fue breve, apenas un roce, pero hizo que todo mi cuerpo se tensara y mis mejillas ardieran.

—Ahora sí. Muy buenos días —repitió, con una sonrisa que hizo que mi corazón diera un vuelco.

Me sonrojé y, sin poder evitarlo, sonreí. La sensación era extraña y placentera a la vez. El silencio que siguió fue pesado, cargado de electricidad y tensión, tan incómodo como fascinante. Para romperlo, y casi sin pensar, dije:

—Conseguí trabajo.

Me sorprendí a mí misma al decirlo. La frase salió sin que pudiera detenerla, y al instante sentí esa mezcla de orgullo y miedo al ver su expresión. Cristian me miró, con las cejas levantadas y los labios ligeramente entreabiertos.

—¿Cómo que conseguiste trabajo? —preguntó, con una mezcla de sorpresa y preocupación.

—Sí… voy a trabajar en… —le dije, con un hilo de voz, dándome cuenta al mismo tiempo de lo que acababa de confesar.

Él me interrumpió antes de que pudiera decir el nombre del lugar.

—tu no necesitas trabajar—dijo, con un deje de incredulidad—.

—Claro que lo necesito —contesté, con firmeza—. Debo pagar la inversión de la universidad.

Él frunció el ceño, como si estuviera absorbiendo la información, y luego habló con ese tono serio que siempre me dejaba sin palabras.

—. Me enteré del recorte del presupuesto de las becas.. Pero no te preocupes. Yo me encargaré de todo. Así que renuncia a ese trabajo.

—Usted no tiene que encargarse de nada en mi vida —dije, más firme esta vez, tratando de mantener la compostura—. No es nada mío.

—Soy todo tuyo —respondió él, con una seguridad que me hizo querer sonreír, aunque me contuve.

El silencio volvió a caer sobre nosotros, denso, cargado de palabras no dichas, de emociones contenidas. Sentí que cada mirada suya penetraba en mí, y a pesar de todo, mi cuerpo recordaba el beso, la cercanía, el roce de sus labios.

—Yo lo he dicho antes… y no quiero volver a repetirlo, pero lo haré —dije, con la voz firme aunque temblorosa—. No sé qué esté pasando entre nosotros… Pero si lo que sea que esté pasando se va a tratar de que usted intente manejar mi vida… no me interesa que siga pasando.

Él respiró hondo, acercándose un poco más, pero sin invadir demasiado mi espacio.

—No intento manejar tu vida —dijo, con suavidad, casi un susurro—. Intento hacer lo que corresponde. Eres mi luna. Y mi deber es proveerte todo lo que necesites.

—No… no es su deber —respondí, tratando de mantener la voz firme—. No sé qué significa ser eso. De su luna, pero… usted no tiene ningún deber conmigo. Para eso me basta a mí sola.

Él me observó intensamente, y su mirada se suavizó solo un poco, como si aceptara el desafío de mis palabras.

—Te bastaba sola —dijo—. Porque yo no te había encontrado. Pero eso acabó.

—Yo no pretendo depender de ningún hombre —repliqué—. Ni de usted, ni de ningún otro. Así que olvide eso de encargarse de mi beca. No quiero que lo haga.

—Claro que lo voy a hacer —insistió—. Es mi deber, ya te lo dije.

—No, no es su deber —repetí, más decidida—. ¿Sabe qué? No sé si realmente quiero.. intentar lo que sea que pueda darse entre nosotros… si sigue con esa idea loca de proveerme…

—ya diste el primer paso —dijo él, interrumpiéndome—. No hay vuelta atrás.

Me quedé paralizada, sin saber cómo reaccionar. Su tono, su mirada, la forma en que decía “no hay vuelta atrás”, me hizo sentir que todo lo que sentíamos era inevitable, que algo había cambiado para siempre entre nosotros.

—Bueno… —susurré, tratando de ordenar mis pensamientos mientras mi corazón aún latía con fuerza—.

—Ya no hay vuelta atrás —repitió él, con firmeza—.

El silencio volvió, cargado de tensión y de promesas no dichas. No entendía del todo lo que él quería decir, ni cómo pretendía que esto terminara, pero estaba claro que nada volvería a ser igual.

Y ahí, entre las sombras del aula vacía y la luz del sol, nos quedamos, mirándonos, respirando, intentando descifrar lo que acababa de suceder y lo que, sin duda, seguiría ocurriendo.

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