El sol apenas comenzaba a filtrarse entre las cortinas cuando Lautaro abrió los ojos. En la casa reinaba ese silencio cálido que solo aparece en los primeros minutos del día, cuando todos aún dormían. Se quedó mirando el techo, con el pecho cubierto por una mezcla de calma y algo que no podía definir. Había pasado tanto desde que volvió a Argentina, desde aquella noche en la cabaña, que a veces le costaba creer que seguía respirando.
Vivía con su tía Gabriela, con Jenifer y con Erica. Era curioso cómo el destino había juntado a las tres personas más importantes de su vida bajo un mismo techo. Todo parecía funcionar, o al menos eso aparentaba. Pero había una tensión sutil, como un hilo invisible que vibraba cada vez que Erica lo miraba por más de unos segundos.
Aquella mañana, mientras bajaba a desayunar, notó algo distinto. Erica estaba en la cocina, con el cabello suelto, preparando café. Cuando lo vio, sonrió con una dulzura distinta a la habitual.
—Buen día, campeón —dijo ella, con