El amanecer tenía otro color.
Desde la ventana del cuarto, Lautaro veía cómo el sol se colaba entre las cortinas, tiñendo el suelo de un tono naranja cálido.
Por primera vez en mucho tiempo, despertaba sin sobresaltos, sin el eco de los gritos, sin el miedo de la noche.
Solo el sonido de los pájaros y el aroma a café recién hecho desde la cocina.
Gabriela ya estaba despierta, como siempre. Era la primera en levantarse, preparar el desayuno y revisar cada cosa en la casa, aunque insistiera en que todo estaba “bajo control”.
Jenifer, medio dormida, solía bajar con el cabello desordenado, envuelta en una de las remeras grandes de Lautaro.
Erica, por su parte, se levantaba un poco más tarde, ayudando luego a Gabriela con la limpieza o con las compras.
Esa casa, que antes parecía tan silenciosa, se había llenado de vida.
De risas. De conversaciones. De aromas que recordaban a hogar.
Lautaro se miró al espejo mientras se ponía la campera del club.
La cicatriz que cruzaba su costado derecho