Cuando Lautaro entró al túnel rumbo a los vestuarios, sentía que caminaba flotando. Sus piernas iban casi por inercia, como si el cuerpo todavía no se diera cuenta del partido que acababa de jugar, de la hazaña que acababa de firmar. A cada paso, los ecos del estadio parecían seguirlo: los cánticos, los bombos, los gritos desbordados que lo habían empujado en cada carrera.
Pasó frente a un grupo de voluntarios, algunos le pidieron fotos, otros apenas le palmaron el hombro murmurando “¡Crack, Lautaro!”. Él apenas sonrió, estaba exhausto. Buscaba con la mirada a Sergio, que seguía algo más atrás, hablando con Thiago y Javier.
Cuando dobló hacia la zona de vestuarios, la vio.
Ludmila estaba parada allí, con una remera blanca, jeans claros y su largo cabello rubio cayéndole sobre los hombros. Tenía el cartel apretado contra el pecho y los ojos brillosos. Al verlo aparecer, tragó saliva como si se estuviera preparando para algo demasiado grande.
Lautaro frenó en seco. Por un segundo, sinti