Martes por la mañana. La escuela San Martín ya abría sus puertas, pero ese día Lautaro no iba a pisar sus pasillos. Eran las 6:34 a.m. cuando su celular vibró sobre la mesa de luz. Apenas despertaba, con los músculos aún adormecidos del entrenamiento del día anterior. Lo tomó con desgano, sin mirar quién era. Pero al ver el nombre en pantalla, su cuerpo reaccionó con un sobresalto: “Agustina”.
—¿Hola? —respondió, con voz ronca.
Del otro lado, un silencio extraño. Solo se escuchaba su respiración agitada, como si le costara hablar.
—Lauti… —murmuró con dificultad—. Me siento muy mal.
—¿Qué pasó? ¿Dónde estás?
—No puedo moverme mucho… No sé si es fiebre o qué, pero me cuesta respirar. Me duele todo.
Lautaro se sentó de golpe en la cama. —Ya voy, quedate tranquila. No cortes. Te voy a buscar.
Se vistió a toda velocidad. Ni siquiera despertó a Erica, que dormía en el sillón del comedor. Tomó las llaves del auto de Gabriela y escribió un mensaje rápido: “Agus está mal. La llevo al hospital