Las celebraciones seguían, y el equipo de San Martín era puro ruido y alegría. Gritos, abrazos, saltos y planes para más tarde. Sergio, el entrenador, los despidió con una sonrisa inmensa y la promesa de que el lunes analizarían el partido. Pero esa noche era para disfrutar.
Gonza armó un grupo de WhatsApp en segundos.
—¡Pizzas en lo de Kevin! ¡Ya está avisada la madre! —gritó mientras todos festejaban.
Algunos ya planeaban qué pedir, otros se sacaban selfies con Lautaro, el héroe del partido. Pero él, en medio del bullicio, sonreía apenas.
—¿No venís, Lauti? —preguntó Javier, todavía rengueando por la lesión.
—No, voy para casa. Estoy muerto.
—¡Dale! ¡Sos el capitán, tenés que estar! —insistió Tiago, pero Lautaro solo levantó una mano y se alejó.
Caminó solo hasta la parada del colectivo, sintiendo por fin el cansancio en las piernas. El viento de la noche le despeinaba un poco el pelo mojado de transpiración. Subió al colectivo y se sentó junto a la ventana.
Miró afuera.
Las luces d