El sonido del monitor cardíaco era un eco suave, constante… casi hipnótico. Mis párpados pesaban, pero mi mente estaba despierta. Lo supe desde el primer segundo.
No había perdido la memoria. Ni por un instante. Recordaba perfectamente el rugido de los neumáticos, el chirrido agudo del metal doblándose contra el concreto, la sensación de flotar durante una fracción de segundo antes de que todo se volviera oscuridad. Y después... la luz blanca del hospital, el olor a desinfectante y ese silencio que duele. Pero también recordaba algo más. Las llamadas ignoradas. Las ausencias justificadas con excusas vacías. Las miradas esquivas de Zoe cuando hablaba de la boda. La distancia de Elías, que siempre parecía estar en otra parte… con alguien más. Y por eso, cuando abrí los ojos y lo vi sentado a los pies de mi cama, mirándome como si de verdad le importara, supe que era el momento perfecto para saber la verdad. Y la única forma era fingir. —¿Alina…? —Su voz se quebró un poco—. ¿Puedes oírme? Giré apenas el cuello, como si me costara, como si no recordara quién era él. Fruncí el ceño, fingiendo confusión. Me aferré a la sábana, respirando hondo. —¿Quién… eres? El silencio se volvió espeso. Lo vi tragar saliva, tensar los hombros. Podía jurar que sus ojos se llenaron de alivio, pero no por mi recuperación, sino porque ahora tenía el poder de contarme la versión que más le convenía. —Soy Elías… tu prometido. Mi mundo interior tembló. No porque me lo creyera, sino porque esa palabra en sus labios sonaba falsa. Prometido. La misma boca que seguro besó a otra mientras yo peleaba por respirar. —Oh… —murmuré—. No recuerdo nada. Su mano rozó la mía con una familiaridad que me repugnó. No me estremecí. No me aparté. Debía ser convincente. —Todo está bien. Estoy aquí para ti —dijo. Pero no lo estaba. No lo había estado durante semanas. Y ahora, fingía ser el hombre perfecto, porque pensaba que mi memoria era un papel en blanco donde podía escribir su mentira. Entonces, la puerta se abrió. Zoe. Alta, estilizada, con su perfume dulce invadiendo el cuarto antes que sus palabras. Falsa hasta en la sonrisa. —¡Alina! —corrió hacia mí, como si de verdad le importara—. Gracias a Dios estás despierta. —¿Quién… eres tú? Se congeló por un instante. Apenas un segundo. Luego sonrió aún más, como si disfrutar de mi supuesta pérdida de memoria le diera placer. —Soy tu mejor amiga, cariño. Estuve contigo en todo momento. Lo que necesites, aquí estaré —dijo, posando su mano en el hombro de Elías. Y ahí estaba la primera grieta. La cercanía. Mis ojos bajaron a esa mano. Él no la apartó. —Qué amable… —susurré—. ¿Siempre han sido tan… cercanos? Elías me miró, un poco tenso. Zoe soltó una risa suave. —Somos como hermanos, ¿cierto, Elías? Elías no respondió. Solo me miró. Entonces, otra presencia entró a la habitación. Él. Damián. El mejor amigo de Elías. Pero también el único que me había mirado con verdad en los ojos, incluso cuando no me conocía del todo. Su rostro tenía ojeras, el cabello desordenado, como si no hubiese dormido en días. Y cuando me vio, su expresión se quebró. Se acercó lentamente, sin tocarme. —Hola… —dijo con voz ronca—. Me alegra que estés despierta. Algo dentro de mí se aflojó. No dije su nombre, aunque lo recordaba bien. Quería ver qué papel jugaría él. —¿Quién eres tú? Vi cómo sus labios temblaban. Bajó la mirada. Por un momento, no dijo nada. Luego respiró hondo. —Soy… Damián. El mejor amigo de tu prometido. Hubo una pausa. Y entonces añadió: —Elías es tu prometido. Elías asintió con la cabeza, y puso una mano en mi espalda. Pero lo vi. Vi cómo Damián apretó los puños. Vi cómo su mirada se volvió oscura, como si decir esas palabras le costara algo más que el alma. Y ahí lo supe. Él sabía la verdad. Sabía lo que yo también sospechaba. Y me dolía verlo ceder así. Pero en el fondo, también… me dolía más que Elías no supiera qué estaba a punto de perder. Zoe se acercó y, sin vergüenza alguna, le besó la mejilla a Elías. A propósito. Frente a mí. Queriendo ver si mi memoria “reaccionaba”. Y aunque dolía… sonreí. Que crean lo que quieran. Que mientan. Que se hundan en su farsa. Porque cuando termine, cuando la verdad arda… ya será demasiado tarde.