La llamada había terminado. Un silencio pesado, cargado de la promesa de sangre y cacería, se apoderó de la cabaña. Axel dejó el teléfono sobre la mesa y se volvió hacia Miriam. Ella seguía temblorosa, abrazándose a sí misma como si pudiera contener las visiones que la habían sacudido.
—Axel, ¿qué... qué fue eso? —su voz era un hilo de sonido, frágil y asustado.
Él se acercó lentamente, como si se aproximara a un animalito salvaje, y se arrodilló frente a ella, a la altura de sus ojos. Su mirada ya no era la del guerrero que hablaba con su hermano, sino la de un hombre viendo algo precioso y frágil.
—Eso, Miriam —dijo, su voz suave pero llena de una certeza absoluta, mientras le apretaba unos cabellos pegados a su frente — fue tu don haciendo gala de presencia.
Ella negó con la cabeza, confundida.
—No tengo ningún don. Solo... solo soy una mujer a la que convirtieron en tigresa contra su voluntad.
— No, pequeña gatita. En ocasiones algunos de los nuestros nacen con dones. Nosotros cr