La noche había caído sobre Milán con un brillo distinto, casi solemne.
La mansión de los Vescari resplandecía como un palacio bajo los candelabros de cristal. En la entrada, dos hileras de rosas rojas bordeaban el camino de mármol que conducía hasta las grandes puertas de hierro forjado. Los coches de lujo se detenían uno tras otro; las luces de las cámaras destellaban, y el aire se llenaba de murmullos elegantes, perfumes caros y el sonido lejano de un cuarteto de cuerdas.
Era el cumpleaños de Alessandro Vescari, y el patriarca, Giancarlo Vescari, había organizado un banquete en su honor. No era solo una celebración: esa noche anunciaría el futuro de la familia, el traspaso del mando de los viñedos y de los negocios a su hijo.
Dentro, los salones eran una obra de arte. Cortinas de terciopelo azul, lámparas de cristal, mesas de mármol con centros de rosas y lirios blancos. En el centro, un enorme pastel de varios pisos se alzaba como una escultura de azúcar: cubierto de fondant bl