El amanecer sobre Milán era frío, pero la luz que entraba por los ventanales del palacio Vescari iluminaba los salones con un resplandor cálido, casi dorado. Las rosas que decoraban la entrada aún conservaban el rocío de la noche anterior, recordando la fiesta y los fuegos artificiales que habían llenado el cielo de color. El cumpleaños de Alessandro quedaba atrás, pero los ecos de aquella noche todavía flotaban en el aire, mezclándose con planes, susurros y decisiones que cambiarían el destino de la familia.
Rose estaba en la oficina del viñedo, concentrada en los planos de la nueva bodega de vinos, bajo la mirada protectora de Lorenzo. Sus manos recorrían con cuidado los diseños, mientras él señalaba detalles y ajustaba proporciones. A veces, sus manos se rozaban y ambos sonreían tímidamente, como si cada roce fuera un recordatorio de que estaban vivos, aunque sus corazones no pertenecieran completamente al presente.
—Este tramo de la pared debería tener ventanales más amplios —dijo