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capítulo 1:en la órbita del otro

El murmullo elegante del restaurante La Pergola no tenía nada que ver con el bullicio de los cafés que Rose solía frecuentar. Todo en ese lugar parecía diseñado para intimidar: los candelabros de cristal que pendían del techo como joyas suspendidas, las mesas vestidas con manteles de lino puro, la música clásica que sonaba apenas por encima de un susurro.

Rose Castelli ajustó el delantal negro que llevaba sobre su vestido sencillo, respirando hondo por enésima vez. “Es solo un trabajo temporal”, se recordó. No había tenido suerte con entrevistas en estudios de arquitectura desde que llegó a Roma, y cuando su amiga Francesca le ofreció cubrir un turno como camarera en uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, no pudo decir que no. Aceptar significaba pagar el alquiler este mes y comprar tiempo hasta que la verdadera oportunidad apareciera.

La puerta giratoria se abrió con suavidad, y el aire cambió de inmediato.

Él entró como si el mundo le debiera algo.

Traje negro perfectamente entallado. Mirada afilada. Seguridad en cada paso. No necesitaba anunciar quién era: el silencio a su alrededor se volvió expectante con su sola presencia. Rose lo notó incluso antes de verlo completamente. Era una vibración en el aire. El tipo de presencia que hace que el tiempo se contenga un segundo más de lo necesario.

Alessandro Vescari.

Ella no lo sabía aún, pero su vida acababa de cambiar.

—Mesa para uno —dijo él, sin quitarse las gafas oscuras. Su voz era baja, controlada, con ese acento que mezclaba el inglés de Nueva York con la musicalidad áspera del italiano.

Rose tomó el menú y, sin esperar a que alguno de los camareros habituales se acercara, lo condujo a una mesa junto al ventanal. El cielo de Roma comenzaba a teñirse de naranja, y la ciudad se extendía bajo ellos como un tapiz antiguo.

—¿Desea un vino para comenzar, signore? —preguntó ella con voz tranquila, entrenada por años de cantar con el alma pero escondida entre las sombras.

Alessandro la miró por primera vez.

Y se detuvo.

No era su belleza lo que le llamó la atención, aunque la tenía: el cabello suelto en ondas oscuras, los ojos grandes como pozos de tinta, la piel dorada por el sol. Era su mirada. No lo evitaba, no lo desafiaba. Era... libre. Limpia. Como si no supiera quién era él, o peor aún, como si no le importara.

—Chianti —respondió después de una pausa, sin dejar de observarla—. El del 2012, si es posible.

—Perfecto —dijo ella con una leve inclinación de cabeza, y se giró para irse.

Pero él no dejó de mirarla. Como si su silencio hablara.

Rose sintió su mirada quemándole la espalda mientras se alejaba. No estaba acostumbrada a ese tipo de atención. Los hombres la miraban, sí, pero este no era deseo. Era algo más denso, más peligroso. Como si quisiera descifrarla. Como si ya lo hubiera hecho.

Minutos después, cuando ella regresó con la copa de vino, él seguía en la misma postura, con las manos cruzadas sobre la mesa y los ojos puestos en ella.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sin rodeos.

Rose alzó una ceja.

—¿Suele preguntarle eso a cada camarera que le sirve vino?

Una media sonrisa apareció en el rostro de Alessandro, aunque sus ojos no perdieron la intensidad.

—No.

Ella dudó un segundo, luego soltó suavemente:

—Rose.

—¿Rose…?

—Solo Rose.

Él rió, muy bajito. Un sonido inesperadamente cálido que contrastaba con su fachada de mármol.

—Interesante.

—¿Y usted? ¿Siempre viene a lugares así solo? —preguntó, antes de poder evitarlo.

Los ojos de Alessandro destellaron. No por molestia. Por sorpresa.

—A veces. Prefiero la soledad a las compañías falsas.

Rose asintió lentamente, como si evaluara su respuesta. No estaba coqueteando. Era curiosidad. El tipo de conversación que solía tener con extraños en bares sin nombre, no con magnates que claramente venían de un mundo donde todo tenía precio.

—¿Y tú? —preguntó él, apoyándose levemente hacia adelante—. No eres camarera.

Ella sonrió con los labios, pero sus ojos no acompañaron.

—¿Y cómo lo sabe?

—La forma en que caminas. La forma en que hablas. No estás aquí para servir mesas. Estás de paso.

Rose bajó la mirada, luego volvió a levantarla, directa, sin vergüenza.

—Soy arquitecta. O al menos lo intento. Vine por un trabajo, pero aún no aparece. Así que mientras tanto, sirvo vino.

Él asintió. No hubo burla en su gesto, ni condescendencia. Solo algo parecido a… respeto.

—Roma puede ser cruel con los que sueñan —murmuró él.

—Y Nueva York, ¿no? —dijo ella con una sonrisa ladeada.

Por primera vez, su nombre se deslizó hacia ella como una amenaza suave, envuelta en terciopelo.

—Alessandro Vescari.

Ella parpadeó. El apellido sonaba familiar. Lo había leído antes, en titulares de periódicos financieros, quizá. O en alguna historia contada en susurros por italianos que sabían demasiado y aún así no decían nada.

Pero no dijo nada. No lo trató diferente.

Solo lo miró.

Y en ese silencio, algo se dijo que no necesitaba palabras.

El resto de la noche transcurrió como si el tiempo se doblara. Alessandro apenas tocó su cena. Rose lo atendía cuando podía, pero evitaba acercarse más de lo necesario. Y sin embargo, ambos sabían que estaban atrapados en la órbita del otro, girando peligrosamente cerca.

Cuando él se levantó para marcharse, dejó una propina generosa. Pero también algo más.

Un papel doblado. Solo un nombre y un número.

Ella lo miró sin abrirlo, sosteniéndolo entre los dedos como si ardiera.

—No espero que me llames —dijo él, al detenerse junto a ella antes de salir—. pero espero que no dejes de caminar como si el mundo fuera tuyo.

Y entonces se fue.

Rose se quedó inmóvil unos segundos. Luego miró el papel. No porque lo necesitara.

Sino porque sabía que, desde esa noche, su mundo ya no era solo suyo,sino que ahora le pertenecía a dos.

Era el inicio del caos.

Y de algo más profundo.

Algo que solo puede nacer en el silencio de una mirada.

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