La luna estaba en su punto más alto, blanca y callada como si también ella aguardara. En el centro del Templo restaurado, Sariah trazaba los símbolos con las yemas de los dedos, su piel aún marcada por la Raíz del Tiempo. Cada línea que dibujaba sobre el suelo ardía brevemente en una llama azulada antes de asentarse en la piedra, como si la tierra misma reconociera el peso del ritual.
A su alrededor, los representantes de los clanes se habían reunido en un círculo, junto a veladores, sabios y herederos del primer pacto. Nadie hablaba. Todos sabían que este conjuro no era solo una defensa mágica: era una declaración de identidad. El intento más honesto de impedir que la historia volviera a ser manipulada por las sombras.
Kaelen se mantenía en el centro del círculo. La decisión ya estaba tomada. Él sería el ancla.
—¿Estás lista? —preguntó, su voz apenas un murmullo que sólo ella alcanzó a oír.
Sariah asintió.
—Lo estuve desde el momento en que decidí no repetir los errores de mi linaje.