Los días siguientes a la batalla en el Templo de los Veladores fueron un silencio punzante. No por falta de actividad, sino por el peso que arrastraba cada movimiento. Las grietas en los cristales, los vacíos en los registros, y las miradas perdidas de los sobrevivientes hablaban más alto que cualquier discurso.
Sariah no descansaba. Pasaba las noches entre los fragmentos del Espejo de la Verdad, buscando comprender la fractura que permitió la entrada de Virelya, y más aún, lo que podía hacerse para impedir que esa entidad regresara con aún más fuerza.
—No se detendrá —murmuró mientras repasaba los bordes astillados del cristal—. El tiempo es su aliado, y nuestras memorias, su arma.
Kaelen se mantenía cerca, herido pero presente. Su lealtad había sido irrompible, incluso cuando la realidad comenzó a deshilacharse. Él era descendiente de Kael, sí, pero no era prisionero de ese legado. Era su propia decisión la que lo mantenía al lado de Sariah.
—Tienes que descansar —dijo, apoyando una