El amanecer no trajo alivio, solo incertidumbre. Las nubes sobre el Valle del Eco se movían con lentitud ominosa, como si la propia naturaleza esperara a que el equilibrio se rompiera.
Serena caminaba sola por el bosque que rodeaba el templo de los antiguos alfas, envuelta en su manto ceremonial, aunque ya no se sentía como la Reina Alfa de antes. Desde que la verdad de Kael había salido a la superficie, algo dentro de ella temblaba… no de miedo, sino de vacío.
Las voces del consejo habían sido un eco constante durante la noche: unos pedían justicia inmediata, otros exilio, y algunos, incluso, muerte. Kael no recordaba la marca que llevaba, ni su origen. Pero la piedra del Juramento no mentía.
Cuando el sol alcanzó su cenit, Serena regresó a la Sala del Espíritu. Kael estaba allí, encadenado por voluntad propia, con los ojos fijos en el fuego sagrado. A su lado, Elandra y Hadrien discutían en voz baja.
—¿Ha dicho algo más? —preguntó Serena.
—Solo que recuerda un sueño… o más bien una