KAELAN
El calabozo olía a humedad, a metal y a miedo viejo. Habíamos llevado al renegado encadenado, con la sangre seca en la ropa y el orgullo hecho polvo. Sus ojos me miraban con rabia y algo de locura, como el que ya no espera clemencia porque nada queda por perder.
Andrew había dicho que sacaríamos la verdad por las buenas. Yo no creía en muchas “buenas” cuando la sangre de mis guardias estaba fresca. Necesitaba respuestas: nombres, rutas, líderes. Necesitaba saber quién movía las piezas. Mi mano no tembló cuando di la orden.
—Traigan la plata —dije, sin más.
La anciana llegó con una cubeta y un paño. Ella sabía lo que hacía y lo hacía con la calma de quien ha visto demasiadas cosas feas. No me gusta este lado de mí, pero conozco el borde del abismo que separa proteger a la gente y transformarte en un tirano. El renegado gruñó y escupió en mi dirección cuando lo arrastraron hasta la piedra fría del calabozo.
—¿Quién te envió? —pregunté con voz seca.
El hombre apenas rió. Tenía la