Laurenth, la omega rechazada que se convirtió en Reina.
Laurenth, la omega rechazada que se convirtió en Reina.
Por: Angel Summer
INFÉRTIL

LAURENTH

Mis pasos hacían crujir las hojas debajo de mis pies, la luna llena iluminaba mi camino, un camino que conocía de memoria, pero jamás pensé que tomaría en estas circunstancias. La brisa de la medianoche era fría y calaba hasta los huesos, como si quisiera atravesar mi piel hasta arrancarme el alma. A medida que me acercaba al lugar que jamás creí volver, iba recogiendo pequeños leños, la mochila en mi espalda pesaba, pero no tanto como el dolor de mi corazón, un peso que me hundía los hombros y me robaba el aire. Hace apenas una semana era la Luna de la manada, feliz, amada… o eso ingenuamente creía.

Abrí la puerta de la vieja cabaña que crujió como si le diera la bienvenida a una vieja amiga. El olor a madera, polvo y recuerdos me golpeó de inmediato, haciéndome arder los ojos. Cada tabla parecía murmurar mi nombre, como si supiera que regresaba derrotada, hecha pedazos.

—Hola, papá —susurré, con un nudo en la garganta.

Saludé al viento. Este había sido nuestro hogar, el lugar donde viví mis años más felices en esta pequeña cabaña a las orillas del territorio de la manada. Mis padres eran dulces y cariñosos, aunque ya no estaban en este mundo. Mi madre hacía pasteles y quesos que impregnaban la casa de aromas cálidos, mientras mi padre, con sus manos curtidas, era un leñador que surtía de leña la casa del alfa en invierno. Recordarlos era sentir la tibieza de un abrazo que ya no podía tener, un eco que aún rozaba mi piel en las noches más frías.

El día que un virus nos quitó a mamá fue el día más triste de mi vida. Aún podía escuchar su tos quebrándome los huesos, aún podía ver la desesperación en los ojos de papá. Fue entonces cuando conocí a Rhyd, apenas tenía cuatro años cuando sus ojos azules como el cielo me miraron con una sonrisa que logró detener mis lágrimas.

—Mamá dice que cuando nuestros seres queridos se van, nos miran desde la luna y en noches de luna llena guían nuestro camino —me dijo, y su voz dulce fue un bálsamo sobre mi herida.

Yo había sonreído al escuchar su inocencia. Me dio un pequeño chocolate y desde ahí no nos separamos jamás.

Prendí la chimenea para abrigar el lugar mientras las lágrimas de un corazón roto caían sin parar. Los recuerdos de mi vida con mi amado Rhyd se agolpaban uno tras otro, haciéndome sentir que mi pecho se estrujaba con cada imagen, mientras abrazaba la almohada que aún guardaba un poco de su aroma. Ese olor era como un veneno y una cura al mismo tiempo; me mantenía viva, pero me desgarraba por dentro, porque sabía que pronto desaparecería para siempre.

Crecí corriendo entre los árboles altos del Bosque Plateado, con los pies descalzos y el alma libre. El viento enredaba mi cabello mientras la risa de Rhydan retumbaba detrás de mí como un eco feliz. Éramos solo dos cachorros sin títulos ni cadenas, sin miedo ni futuro. Solo nosotros. Solo el ahora. El bosque nos conocía, nos reconocía, como si cada rama hubiera sido testigo de nuestras promesas de eternidad.

Rhydan fue mi primer todo.

Mi primer abrazo tembloroso bajo la lluvia, cuando su calor me sostuvo como si sus brazos fueran la única manta contra el frío.

Mi primera carcajada hasta doler el estómago, doblada de risa mientras él trataba de atraparme.

Mi primer beso… con sabor a luna llena y promesas eternas, una mezcla de temblor y certeza que selló nuestra unión mucho antes de que la diosa nos marcara.

Mi primera vez… fuego lento y salvaje, la entrega absoluta de cuerpo y alma que me hizo sentir completa.

Y cuando cumplimos dieciocho, el universo habló. Nuestros lobos se encontraron bajo la noche más clara que recuerdo. La transformación nos sacudió los huesos, nos desgarró la piel, y con ella, el vínculo cayó sobre nosotros como un rayo. Inequívoco. Irrompible. Bendito. Yo, una omega. Él, el futuro alfa. El aire se llenó de aullidos y magia, y en medio de todo, su mirada me reclamó como si siempre me hubiera pertenecido.

Todos esperaban que escogiera a una hembra alfa: fuerte, dominante, imponente. Pero me escogió a mí. A su compañera. Y esa noche, cuando la luna nos observaba, sentí que el mundo entero se arrodillaba a nuestros pies.

—No me importa lo que digan —me susurró, con la mirada encendida como fuego recién nacido—. Eres mi compañera. Mi luna. Eres mía, Lau. Y yo soy tuyo, y lo seré para siempre.

Y yo, estúpida, le creí.

Durante dos años, vivimos un amor legendario. Me marcó ante toda la manada, con orgullo. Me hizo su esposa, su luna. La dueña de su cama, de su piel, de su lobo. Caminábamos juntos, planeábamos estrategias, firmábamos pactos. A veces lo veía observándome entre reuniones con esa sonrisa y esa mirada de orgullo cuando yo resolvía algún conflicto que si fuera por machos lo arreglarían con guerras, y mi loba, Alya, se llenaba de gloria. Éramos una fuerza, dos mitades que se complementaban a la perfección, la prueba viva de que la diosa nos había destinado.

Pero entonces… la diosa dejó de mirarnos.

Mes tras mes, mi período llegaba… o mejor dicho, no llegaba nuestro bebé. Al principio reíamos, lo tomábamos como un juego, como un futuro que sabíamos inevitable. Rhyd acariciaba mi vientre con ternura, susurrando planes, nombres, vidas. Yo lo observaba con el corazón rebosante de amor, creyendo que pronto sentiríamos pataditas bajo mi piel.

Pero el tiempo no perdonó. Su risa se volvió silencio. Y el silencio se transformó en decepción. Lo veía en sus ojos cada vez que mi menstruación llegaba, como una sentencia silenciosa.

Cada nuevo ciclo era una batalla entre la esperanza y la vergüenza.

Cada mancha en mi ropa interior, una daga en el alma.

Cada noche en vela, un secreto que lloraba sola en el baño para no romperlo a él también. Me abrazaba las rodillas contra el pecho, mordiéndome los labios para que mis sollozos no lo despertaran, con el azulejo frío pegado a mi piel.

Y entonces empezaron los susurros…

—¿Una luna infértil?

—Es una omega, después de todo ¿Qué esperabas?

—¿Cuánto más va a esperar el alfa? No podemos seguir sin heredero.

Las miradas no se disimulaban. Ni las de la manada, ni las de su padre. Ni las suyas. Yo sentía esas miradas como cuchillas en la espalda, cada palabra como ácido quemando lentamente.

Hasta que un día, Rhydan me miró… y no vi amor. No vi deseo. Vi algo peor. Duda.

—Lau… sabes cuánto te amo —dijo, con la voz más vacía que una cueva sin eco—. Pero necesito un heredero. La manada lo exige. Yo lo necesito.

Supe, en ese instante, que algo se había roto.

Me arrodillé frente a él, sin pudor. Dejé mi orgullo de lado, él era mío, la diosa lo había hecho para mí, tenía tanto miedo a perderlo, haría cualquier cosa para que no me dejara, incluso rogarle. Las lágrimas cayeron sin permiso, pesadas, como plomo sobre mis mejillas.

—¿Crees que no lo he intentado? —mi voz se quebró como una rama seca—. ¿Crees que no daría todo por escuchar una pequeña versión de ti decir “papá”? ¿Por sentir unas pataditas aquí dentro…? He tomado cuanta cosa me han dicho para ser más fértil. He hecho de todo, Rhyd. Te amo, no soportaría perderte, eres mi compañero, mi vida. Rhyd, eres todo lo que tengo. Por favor, Rhydan… No me dejes. Yo puedo ser fuerte. Puedo resistirlo todo. Todo… menos perderte.

Sus ojos brillaron por un instante y mi corazón sintió esperanza, pero su lobo ya se había apartado del mío. Alya lo sabía, aullaba por dentro cada noche, desesperada por un compañero que ya no respondía.

Él no venía. No tocaba nuestra cama, no dormía con nosotras, ellos nos estaban rechazando.

—Lo siento, Lau —susurró, con la voz que usaba cuando enterrábamos lobos caídos en batalla—. No puedo seguir ignorando lo que soy. Soy un alfa. Y un alfa… jamás será estéril.

Mi corazón se encogió. Lo entendí en un segundo: él me culpaba. Sin médicos, sin pruebas, sin especialistas, yo, por el simple hecho de ser omega, era la culpable.

Un mes después, la traición se formalizó. Estábamos en la sala de reuniones, yo estaba a su lado como su luna resolviendo problemas de los soldados, entonces uno de los ancianos aclaró la garganta. El eco de su voz retumbó en mi pecho antes de pronunciar las palabras que me quebrarían para siempre.

—Alfa, está todo listo para que tomes a Zarina como tu nueva luna, la ceremonia se hará la próxima luna llena.

Un hielo recorrió mi espalda y mi piel se erizó. El lápiz con el que estaba escribiendo cayó de mi mano y rodó sobre la mesa con un sonido que pareció eterno. Levanté la mirada lentamente hacia Rhyd, suplicando con mis ojos que desmintiera lo que acababan de decir, que negara esa sentencia, que me protegiera. Pero él solo asintió, clavándome la estocada final.

Zarina, la hija del beta de su padre. Hermosa, llena de vida, fértil, de nuestra edad. Ella sería mi reemplazo. Yo, que había compartido su cama, sus noches, sus sueños… ahora era apenas un error en su historia.

Apenas Rhyd asintió, todos aplaudieron. Ese sonido fue un látigo contra mi piel. Yo me rompí en silencio, me levanté con pasos lentos y caminé hacia mi habitación. Cada mirada en mi espalda me taladraba, cada aplauso me robaba oxígeno.

Miré al cielo desde la ventana, preguntándole a la diosa de la luna cómo pudo ser tan cruel. Entregarme el paraíso, para que probara la felicidad, y luego arrojarme al infierno sin piedad.

Esa noche lo supe: lo había perdido todo. Mi lugar, mi compañero y mi vida.

Miré nuestra habitación y los recuerdos se proyectaron como una novela romántica en la penumbra. Sus promesas, sus besos, sus caricias, su pasión, sus ojos llenos de amor y placer ya no estaban. Todo era un eco hueco.

La puerta se abrió. El aire cambió antes de que el sonido llegara.

No necesitaba verlo. Su aroma me golpeó antes de que nuestros ojos se encontraran: eucaliptus, madera, mi aroma favorito. Ese olor que tantas veces me dio paz, ahora me desgarraba de necesidad.

Mi cuerpo reaccionó con un estremecimiento, hace semanas que no venía a nuestra habitación. El corazón me latía en la garganta.

Me puse de pie con torpeza. Los dedos me temblaban con un miedo que me calaba los huesos.

Lo vi. Caminando hacia mí, con la cara seria, la espalda rígida. Rhydan.

—Rhyd… —susurré su nombre como un rezo—. Por favor. No me dejes. Eres mi compañero. Fuiste elegido para mí… por la luna. Por la diosa. Somos el uno para el otro. Por favor, yo me moriré si me dejas.

Mi voz apenas fue un hilo quebrado, pero cada palabra estaba tejida con sangre y desesperación. Cerré los ojos y mis rodillas tocaron el suelo de piedra. Frías. Duras. Como él.

Me aferré a sus manos. Ya no eran las que me acariciaban la espalda por las noches, ni las que temblaban cuando recorrían mi cuerpo. Eran frías, distantes, ajenas.

—Solo te pido una oportunidad más. Dime qué hacer. ¿Debo tomar hierbas, buscar a una curandera? ¿Debo rogarle a la luna? ¡Lo haré! Pero no rompas esto, Rhyd… por favor.

Tenía mi corazón en mis manos, ofreciéndoselo, rogándole que no me dejara. Era mío, mi compañero, éramos perfectos juntos, ¿cómo podía arrancarme de su vida como si nunca hubiera pertenecido a ella?

—Lau… —su voz se quebró, sí, pero sus palabras no—. He tratado de defenderte, pero no puedo seguir haciéndolo. La diosa sabe que te amo, que eres mi compañera. Pero no puedo seguir con una hembra que no me da un heredero.

Mi pecho colapsó, un vacío ardiente se abrió en medio de mi esternón.

—Rhyd, hemos avanzado tanto juntos, por favor, haré lo que sea. Te amo, Rhyd.

Él cerró los ojos.

—Y yo también te amo, pero no es suficiente. Mi responsabilidad con la manada está por sobre el amor… El amor ya no es suficiente.

—Rhyd, ¿qué soy yo para ti? —mi voz se rompió como cristal bajo un pie—. ¿Una falla? ¿Un error en tu linaje? ¿Una luna inútil?

No respondió. Solo bajó la mirada. Y ahí lo vi.

La marca que llevaba en su cuello, la que yo había dejado, la que era idéntica a esa que me dejó él en el mío cuando me reclamó… se estaba desvaneciendo. Esa marca que ardía como el sol en las noches de celo, ahora se apagaba.

Un resplandor tenue. Un calor moribundo. Entonces supe lo que venía a hacer. Antes de que hablara, le rogué por última vez.

—No, no, Rhyd, no lo hagas, por favor. Te lo ruego… —mis lágrimas caían con desesperación, cegándome.

—Yo, Rhydan Stone, alfa de la manada Bosque Plateado, te rechazo a ti, Laurenth Blake, como mi compañera y luna.

Mi corazón se detuvo. El aire me faltó. La magia ancestral del vínculo se quebró, convirtiéndose en trozos de vidrio que rasgaban mi alma.

—¡Nooo, Rhyd! —grité su nombre como si pudiera invocarlo de vuelta, como si mi voz pudiera sostenerlo a mi lado.

Me retorcí en el suelo, jadeando, mientras mi loba, Alya, aullaba dentro de mí, sangrando por su compañero perdido. El dolor no era solo del alma. Era físico, como si me arrancaran algo de adentro, como si mi pecho se desgarrara con uñas de plata, como si mi corazón se deshiciera en pedazos dentro de mi piel.

Y él… él solo frunció un poco el ceño. No le dolía como a mí, porque era un alfa. Me dejó muriendo y se dio la vuelta. Sin una sola lágrima.

No lo detuve, no podía, no tenía fuerzas y mi voz no salía. Alya gemía, agonizando por el dolor que nos rasgaba en pedazos. No soporté más y la oscuridad me consumió. Nadie vino en mi ayuda. Y ahí supe que estaba sola.

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