LAURENTH
La cabaña tenía lo justo: cuatro paredes, un techo y las sombras del pasado. Pero no tenía comida.
Mi cuerpo ya no resistía. Habían pasado tres días desde que abandoné la casa de la manada en medio de la noche. El hambre dolía más que el rechazo. Tal vez porque era más honesto.
Esperé a que el sol estuviera alto, me cubrí con la capa más ancha que encontré y salí por la parte trasera, alejándome de los caminos transitados. No quería miradas de pena. No quería ser “la luna infértil”. “La omega rechazada”. “La vergüenza silenciosa de la manada”.
Sabía que pronto sería el nombramiento de la nueva luna. Seguro todos estaban preparando la ceremonia. El altar. Las flores. El perfume en el aire. Y yo solo quería desaparecer.
Me deslicé entre los árboles como un fantasma. Hasta que un sonido me sacó del trance.
—¡Salta, muda! ¡Vamos, salta!
Una voz masculina. Adolescente, cargada de burla y crueldad.
Me acerqué por instinto. Y entonces la vi.
Una niña pequeña de cinco, tal vez seis años. Con los puñitos apretados, el cabello desordenado y unos ojos grandes y tristes. Tres chicos mayores la rodeaban. Le habían quitado un lazo rosa del cabello y se lo lanzaban entre ellos como si fuera un trofeo.
—¿Qué pasa, princesa muda? ¿Vas a llorar?
No lo pensé. Caminé hacia ellos con paso firme como si pudieran romper el suelo.
—¿¡Qué demonios creen que hacen!? —rugí, con un fuego en la garganta que me sorprendió incluso a mí.
Los tomé del cuello de las camisas y los estampé contra un árbol. No necesité garras. Mi mirada bastó.
—¡Fuera! Antes de que use mis colmillos.
Huyeron como las ratas cobardes que eran.
Cuando me giré, la niña estaba quieta. Sus ojitos color miel brillaban, no de miedo, sino de asombro.
Me agaché y tomé el lazo del suelo. Me acerqué despacio, temiendo romperla con solo tocarla.
—¿Puedo? —pregunté, mostrando el lazo.
Ella asintió. Sus mechones marrones eran suaves, y trenzarlos fue casi terapéutico. Cada cruce de cabello era un punto de sutura en mi alma.
—¿Sabes? Mi madre decía que una buena trenza protege más que una espada —murmuré.
—Gracias, señorita bonita.
Su vocecita me detuvo el corazón. Diosa… era la voz más dulce que había escuchado. Algo en mí se encendió. Alya se puso alerta, como si esa pequeña cachorra necesitara ser protegida con todo nuestro ser.
—Lau, me llamo Laurenth, pero puedes decirme Lau. —Sonreí con suavidad—. ¿Y tú, pequeña princesita, cómo te llamas?
Ella sonrió, tranquila. —Lyra. Mi madre me dijo que vendría una mujer y me salvaría. Creo que eres tú.
Tragué saliva. —¿Tu mamá?
Ella asintió. —Está dormida con la luna. Pero a veces canta. Me dice que no tenga miedo. Soñé con ella. A veces viene a mis sueños y me cuenta cuentos, pero ahora me habló de ti.
Mi pecho se contrajo. —¿De mí?
—Dijo que tú también tenías el corazón roto. Y que juntas íbamos a sanar. Y sanaríamos a papá, que también está roto…
Se apoyó en mí, y sin pensarlo la abracé. Su aroma dulce me envolvió. Mi loba se calmó, como si quisiera proteger a esa pequeña con el alma.
Terminé la trenza y la coroné con flores que recogimos juntas. Ella tocó su cabello y sonrió. Esa sonrisa iluminó un rincón de mi corazón que creí muerto, luego frunció el ceño.
—¿Pasa algo pequeña?
— Aush.
Se miró la pierna y tenía una raspadura.
— ¿Te duele? ¿Cómo te lo hiciste?
— Cuando me quitaron mi cinta uno de esos niños malos me empujó.
— ¿Quieres que te muestre un truco de magia? — Ella sonrió y asintió.
«Alya, ayúdame, tenemos que sanar su piernecita»
«Estoy contigo, hazlo»
Pasé mi dedo por su herida, el resplandor empezó a brotar desde mis muñecas pasando por mi mano y terminando en mi dedo, como un humo brillante.
— Sana…
Poco a poco su herida se fue sanando, hasta desaparecer.
— Wow, eres mágica, puedes sanar.
— Solo cositas pequeñas, es un don que tengo desde niña, pero solo puedo usarlo con personas especiales para mí, por eso lo mantengo oculto.
— ¿Yo soy especial?
— Claro que lo eres pequeña cachorra, eres la niña mas linda y dulce que jamás he conocido.
La pequeña me abrazó y mi corazón volvió a latir, con esa sensación de pertenencia, de posesión, de querer quemar le mundo si con eso mantenía a esta pequeña a salvo, un sentimiento intenso que ni yo, ni Alya sabíamos de donde venia.
Pasamos la tarde recogiendo margaritas y lavanda. Su risa llenó el claro, viva y pura. Por un momento, olvidé mi dolor. Luego tomé su manito pequeña y volvimos al pueblo, necesitaba encontrar a su familia, una niña tan pequeña no podía andar sola en el bosque. Y si tenía tiempo, comprar comida.
—¿Y si se enojan porque me fui? —preguntó, tomando mi mano con fuerza.
—No pueden enojarse contigo por buscar flores. Y si alguien lo intenta, yo gruño y los asusto —le dije con una sonrisa.
Ella rió. Yo también.
— ¿Vives en el bosque, así como las hadas?
— jajaja, no, vivo en una cabaña un poquito cerca de aquí.
— ¿Entonces que hacías acá?
— Iba a buscar un poco de comida.
— Puedes cenar conmigo, mi papá está en casa del alfa, es primera vez que venimos para acá, a él no le gusta mucho salir.
— No creo que sea buena idea ir a comer allá, mejor busco comida para mí.
Y entonces… un rugido bajo interrumpió la calma. Su aura me envolvió como una sombra inevitable, me quedé helada.
—Maldición… —susurré.