ALFA RHYDAN
Dos días.
Dos eternos días habían pasado y Laurenth no despertaba. No moría… pero tampoco volvía a la vida. Permanecía allí, inmóvil en la habitación del Rey, rodeada de sábanas blancas, tan pálida que parecía un suspiro a punto de apagarse.
Yo no me moví de la manada del rey. No podía. No después de verla salvar a Lyra con su propia vida. No después de entender, por fin, el alcance de lo que había perdido, la amaba más que nunca.
El Rey no dormía. Kaelan era una sombra de sí mismo: hundido, con las ojeras tan profundas como heridas abiertas, los ojos hinchados de tanto llorar. Andrew y Davis mantenían el orden, pero yo sabía que sin Laurenth, él también se estaba apagando, porque yo me estaba apagando con ella al igual que él.
Entonces recordé a la anciana, la adivina. La misma que me había mostrado mi condena. Tal vez ella podía ayudar. Tal vez aún había un camino.
Corrí por el bosque hasta su cabaña, y cuando golpeé, me miró con esos ojos que parecían atravesar el alma.