El silencio del sótano del hospital era espeso, como si las paredes supieran que lo que estaba a punto de decirse iba a cambiarlo todo. Valeria se acomodó en una silla vieja que había frente a donde se encontraba sentado el doctor Alberto Santillán, cruzando las piernas con la serenidad estudiada de quien entra a un quirófano con el pecho en llamas pero el pulso firme.
Él la observaba con atención, los ojos hundidos y cansados, pero sin perder un ápice de esa inteligencia aguda que lo había convertido en una eminencia médica… antes de desaparecer del mapa.
—Gracias por venir, doctora Ríos. —La voz del hombre sonó áspera, como si llevara días sin pronunciar palabras verdaderas.
—¿Podemos ahorrar la cortesía? Estoy aquí porque necesito saber la verdad. Y usted está aquí porque, en algún rincón de lo que le quede de integridad, sabe que el silencio puede costar vidas.
Santillán soltó una risa breve, sin alegría.
—Directa. Me gusta. No perdamos el tiempo con rodeos.
—Hable del Proyecto Or