La puerta del quirófano se abrió con ese chirrido amortiguado tan característico de los hospitales. Valeria Ríos salió, todavía enfundada en la bata quirúrgica, el rostro enrojecido por las horas bajo el reflector, y una delgada línea de sudor bajándole por la nuca.
Cinco horas. Cinco horas de bisturí, sutura, irrigación y tensión suspendida en el aire. Y todo por un corazón que no podía rendirse. —¡Dr. Ríos! —exclamó la residente que la asistió—. ¿Estuvo…? —Técnicamente perfecta. —Valeria se quitó los guantes de un tirón y arrojó el gorro quirúrgico a un lado con la misma precisión con la que había abierto el esternón de la pequeña. Se sentía exhausta, pero viva. Como siempre, como cada vez que ganaba una batalla. Sus pasos resonaron firmes por el pasillo blanco mientras avanzaba hacia la sala de espera VIP. No necesitaba que nadie le recordara quién la esperaba allí dentro: un hombre con el ceño fruncido por defecto, la mandíbula tensa como si contuviera una bomba emocional, y los ojos más oscuros que había visto en semanas. Thiago Moretti. Valeria apenas empujó la puerta y lo encontró de pie, con las manos cerradas en puños, como si la única manera de mantenerse en pie fuese contenerse. Lucía exactamente igual que doce horas atrás cuando ella le prometió que haría todo lo posible por salvar a su hija. Solo que ahora su rostro tenía algo nuevo: miedo. Crudo. Humano. Y eso, en alguien como él, era casi enternecedor… si no fuera porque su primera frase fue: —¿Está viva? Valeria parpadeó, sin cambiar la expresión de ligera superioridad profesional que le brotaba como mecanismo de defensa. —Aún no he aprendido a revivir muertos, señor Moretti. Clara está viva, sí. La operación fue un éxito. No hubo complicaciones graves, ni sangrado excesivo, ni arritmias críticas. El nuevo dispositivo respondió bien. Thiago dio un paso hacia ella, como si fuera a decir algo. Pero no lo hizo. Simplemente la miró. O más bien, la perforó con los ojos. —¿Cuándo puedo verla? —Ahora mismo no. Está siendo trasladada a la unidad de cuidados intensivos pediátricos. Las próximas veinticuatro horas son vitales. Si responde bien al despertar, podremos cantar victoria. Si no… bueno, no soy de las que cantan antes de tiempo. —Hizo una pausa, luego añadió—: Lo que sí puedo asegurar es que hice todo lo que se podía hacer. Y un poco más. Él apretó los labios. Se notaba que quería agradecer. O gritar. O ambas cosas. Pero lo que dijo fue: —Ella es todo lo que tengo. La voz le salió rota. Como si cada palabra le costara. Como si en lugar de cuerdas vocales tuviera cristales astillados. —Si algo le pasa —continuó—, si algo falla por negligencia o por arrogancia médica… juro que no me detendré ante nada. Valeria lo miró en silencio impactada por su comentario. Un segundo. Dos. Y luego sonrió. No una sonrisa dulce, ni tranquilizadora. Una sonrisa seca, afilada, sarcástica. —¿Sabe qué me gusta de usted, Moretti? Que ni siquiera después de haber confiado en mí para abrirle el pecho a su hija se toma el tiempo para decir “gracias”. Qué clásico. —Se cruzó de brazos—. Lo entiendo, igual. No soy de las que esperan flores. Pero si va a amenazarme, al menos espere a que se cumplan las veinticuatro horas. Así suena más creíble. Los ojos de él chispearon. —No la estoy amenazando, doctora Ríos. La estoy advirtiendo. Clara es lo único que me queda. Si tengo que romper el mundo en pedazos para salvarla, lo haré. —Y si yo tengo que romperle el ego a un padre controlador para mantener viva a mi paciente, también lo haré. —Se acercó un paso más—. Así que deje de actuar como si esto fuera una guerra entre usted y el universo. Esto es medicina. Ciencia. Precisión. Y un poco de milagro, si se cree en eso. Clara está en buenas manos. No en las perfectas, pero sí en las que no se rinden. Thiago bajó la mirada por un instante. El silencio pesó entre ellos. —¿Puedo verla mañana? —Si todo marcha bien, sí. Pero deberá seguir el protocolo. Y sin dramas frente a ella. Lo último que necesitamos es que le suba la presión solo por escuchar su tono de voz. Él asintió con rigidez. —Estaré aquí a primera hora. Valeria giró para salir, pero justo al alcanzar la puerta, su mirada se detuvo en el monitor del pasillo conectado a la UCI. Era una pantalla externa que permitía a los médicos hacer chequeos remotos sin ingresar a la unidad. El corazón de Clara palpitaba en un ritmo esperanzador… pero había una línea. Una anomalía casi imperceptible en el trazado. Algo que no debería estar allí. Valeria entrecerró los ojos. Retrocedió medio paso. La línea desapareció. O se escondió. Frunció el ceño. Un presentimiento se coló por su espalda como una gota helada.