La penumbra del despacho improvisado en Masuria se iluminaba apenas por la lámpara de escritorio. La Dra. Rubio mantenía el celular pegado a la oreja, la voz medida y controlada, como si cada palabra fuera una bisturí afilado.
—Sí, señora McNeil… lo entiendo. Luciana está… desbordada. No escucha razones. Se ha encaprichado con el niño ha olvidado su propósito y sus objetivos. —Pausa breve, como midiendo el terreno—. ¿Qué sugieren?
Al otro lado de la línea, la voz elegante y fría de Margaret McNeil atravesó el auricular como un cuchillo en hielo:
—Habla con ella y si no entra en razón, encierrenla. Haz lo que sea necesario. Ese niño es la única vía para recuperar lo perdido. Y si Luciana no lo entiende, hazla entender.
Una respiración masculina, más grave, intervino enseguida. Arthur McNeil, con ese tono paternalista que usaba incluso en la ruina:
—No dejes que el apego de Luciana arruine nuestro propósito. Tienes nuestra autorización para actuar. El bebé debe estar bajo tu control lo