El avión descendió sobre Zúrich con esa calma de ciudades que saben guardar secretos bajo la nieve. Thiago apoyó la frente en la ventanilla y dejó que el aliento empañara el vidrio por un segundo. El mensaje que le había enviado la noche del veredicto seguía clavado en la mente como una promesa que se debía a sí mismo: “Tenemos nuestra victoria. Pronto estaré con ustedes.”
Esta vez, “pronto” había sido literal. El agente Andújar lo empujó hacia el aeropuerto casi a patadas amistosas: “Vete. Aquí yo sigo hurgando. Cuando vuelva la marea, será para tragárselos.” Había algo de alivio en abandonar, aunque fuera por días, el país donde todo era ruido.
El aire helado de Suiza lo golpeó con una sobriedad que le gustó. Zúrich era un reloj: todo marchaba con precisión, sin estridencias. Tomó un taxi con la impaciencia de quien no quiere pensar demasiado. Solo quería verla. Verlas. A Valeria. A Clara.
Valeria había pasado la mañana peinándose sin decidir si dejarse el cabello suelto o recogerlo