Desde aquella tarde del lobo, la relación entre Reik y el padre de Nicolás mejoró notablemente. El hombre comenzó a visitarlo cada tarde después de sus labores en el taller, siempre llevando algo: un termo de té caliente, un panecillo con mantequilla o un termo de caldo con hueso.
—Toma, come todo, que esos niños necesitan fuerza. A mi esposa le encantaban estos cuando estaba embarazada de Nicolas —decía, entregándole el recipiente humeante.
—Gracias… —respondía Reik, tímido pero con el corazón calentito.
A veces, cuando Nicolás no estaba en casa, el hombre se quedaba mirando su vientre con el ceño fruncido, como si buscara algo.
—¿Le pasa algo? —preguntaba Reik, un poco nervioso.
—Nada… solo… no importa si nacen alfas, omegas o betas… —dijo un día, con la voz grave y baja—. Aunque… preferiría que fueran alfas, claro está —agregó con una media sonrisa, antes de acariciar su cabello con suavidad.
Reik se rio suave, acomodando su panza para sentarse mejor en la mecedora.
—Mientras nazcan