Era una tarde fría en Eisblum. La nieve cubría los techos como azúcar glas y el viento soplaba suave, agitando los carámbanos colgantes. Reik estaba solo en casa. Nicolás había ido a trabajar temprano y la abuela Livia estaba en su curso de bordado con las vecinas chismosas.
Reik, con su vientre de casi seis meses, se sentía pesado. Caminaba por la cocina en pantuflas de osito, preparando té de jengibre y revisando la alacena.
—Hmm… debería preparar algo de cena para Nico… —murmuró, acomodándose el cabello detrás de la oreja.
Fue entonces cuando escuchó un sonido. Un olor extraño. Un gruñido bajo.
Se congeló.
Giró lentamente, con los vellos de la nuca erizados.
Del otro lado de la cocina, junto al viejo fregadero, un lobo flaco y hambriento asomaba su hocico negro por la puertica que había sido del difunto gato de la abuela Livia.
Sus ojos amarillos brillaban de hambre y desesperación. Avanzó un paso, gruñendo, mostrando sus dientes amarillentos y su lengua colgante.
—Oh… mierda… —sus