Después de dejar a su padre en su departamento, Lena emprendió el camino hacia su casa. Al entrar por el portón de su residencia, los faros de su auto iluminaron una figura que hizo que su corazón se agitara.
Allí estaba Bruno, recostado contra el capó de su carro, como si el peso de su cuerpo fuera lo único que lo mantuviera en pie. Al verla bajar la ventanilla del carro, Bruno se incorporó lentamente.
—Lena… —murmuró con una voz tan temblorosa que apenas logró sostenerse en el aire de la noche—. ¿Podemos hablar?
Ella apagó el motor de su carro y, con serenidad, asintió con la cabeza. Abrió la puerta de su auto y descendió. En ese momento, Bruno se acercó a ella con pasos lentos. Lena permaneció inmóvil con la mirada fría como el hielo.
—Hola —fueron las primeras palabras de él, un saludo absurdo en medio del desastre que habían construido.
—¿Cómo está mi hija? —preguntó ella su voz sonó seca y controlada.
Desde que había dejado a Leía en la mansión Barker, una profunda melancolía se