Era viernes. Lena había tenido reuniones con los directivos y gerentes. La jornada la había dejado exhausta, con un dolor sordo en las sienes y la garganta reseca de tanto hablar. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales, como un recordatorio de que el mundo seguía girando.
Después de revisar documentos, le pidió a su asistente que llamara a Ricardo para que se presentara en su oficina. A pesar del cansancio, debía verlo antes de que se fuera. Mientras estaba recostada en el sillón con los ojos cerrados, alguien llamó a la puerta.
—Pase —dijo, abriendo los ojos y levantando la mirada.
La puerta se abrió, y ante ella apareció un hombre canoso, con el rostro marcado por el agotamiento. Parecía que, desde la última vez que se habían visto, el tiempo había pasado con crueldad sobre él.
—Me mandó a llamar, señora Alara —murmuró Ricardo, entrando con cautela.
Al verlo, Lena contuvo el aliento. Ese hombre seguía siendo aquél que la cobijó como un padre y colmó su vida de amor. Una ola de nos