Lena hundió el rostro en el tejido áspero del pantalón de su abuelo y dejó que las lágrimas dibujaran patrones oscuros sobre la tela. Cada sollozo sacudía su cuerpo. Cuando ya estaba más calmada, con los ojos inflamados, alzó la cara.
—¿Y Bruno? —La pregunta se escapó de sus labios como un gruñido rasgando su garganta—. ¿Por qué lo obligaron a casarse conmigo?
—Cuando Bruno tenía once años —comenzó el anciano, colocando las manos en los brazos de la silla de ruedas—, fue secuestrado junto a otros dos niños. Yo era el jefe de seguridad de su abuelo Johan, y llevábamos años de amistad. Durante el rescate... —Una mano temblorosa se posó en su pierna inmóvil—, una maldita bala me arrebató la movilidad, pero al menos logré devolverle su nieto. Él jamás lo olvidó. Y conocía tu historia... —Hizo una pausa para respirar hondo; sabía lo delicado del tema para su nieta—. En su lecho de muerte, Bruno le hizo una promesa. Yo solo intentaba protegerte, pequeña. —Su voz se quebró apenas perceptible