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Una charla peligrosa (2da. Parte)

La misma noche

New York

Nicky

En la base existe un lema: “La vida no es muy diferente a un vuelo de entrenamiento” y tiene mucha verdad, pues antes de tocar los controles, antes siquiera de despegar del suelo, te obligan a estudiar los riesgos, a memorizar cada posible complicación que podría partirte las alas en pleno aire. No es un capricho: es supervivencia. Porque volar no es un acto de fe, es una operación precisa, una danza fría entre el cálculo y la intuición. La ansiedad no tiene cabida en la cabina; si permites que entre, te hará caer en picada antes de que puedas corregir el rumbo.

Y en la vida ocurre igual. No basta con desear llegar a la meta. Hay que aprender a leer el viento, anticipar las turbulencias, resistir la tentación de lanzarse a ciegas solo porque el horizonte parece despejado. Nada es lo que parece a simple vista. Un rostro amable puede esconder una tormenta. Una oferta dorada puede llevar oculta una trampa oxidada. No importa cuán brillante sea la oportunidad: si no analizas el panorama completo con sangre fría, si no detectas los riesgos, terminas estrellándote sin remedio.

Entonces la clave es la paciencia. La paciencia para ajustar las coordenadas antes de cada movimiento. Para frenar el impulso de lanzarte directo a la parte sombría de algo —o de alguien— sin antes reconocer el terreno. No se trata de volar alto. Se trata de regresar entero a tierra. Eso es lo que separa a un piloto experimentado de un accidente anunciado. Eso es lo que separa a los que sobreviven... de los que solo se atrevieron a despegar.

La invitación del sobrino de Hillary gritaba peligro por todos lados, como una nube negra cubriendo mi visibilidad, advirtiéndome que tanta amabilidad no podía ser solo cortesía. Detrás de esa sonrisa, había algo sombrío… y al mismo tiempo, tentador. Quizá Scott sabía algo, tal vez poseía información capaz de vincular a la perra de mi madrastra con el accidente. O tal vez solo quería ganarse algo más que mi confianza para sus propios fines, lo que lo hacía aún más peligroso. Y siendo honesta, no me entusiasmaba la idea de lidiar con un sujeto que apenas conocía, más bien necesitaba saber qué terreno pisaba antes de correr riesgos innecesarios.

Scott no apartaba los ojos de mí, su postura relajada apenas disfrazaba la intención en su mirada. La incomodidad creció entre nosotros, pero fui yo quien rompió el silencio, usando mi voz como un disparo preciso que cortara el ambiente.

—Scott, te agradezco la invitación —dije, firme, midiendo cada palabra como quien calibra un disparo en pleno vuelo—, pero ya tengo otros compromisos. Será en otro momento.

Mis labios se curvaron en una leve sonrisa diplomática que no llegó a tocar mis ojos.

Vi cómo Scott soltaba una breve risa, grave, arrastrada, como si mi rechazo no lo tomara por sorpresa. Se encogió de hombros con esa falsa humildad que me puso aún más en guardia.

—Lo entiendo, Nicky —respondió, su voz sonó suave, casi amistosa—. Ya habrá tiempo para charlar… y conocernos. Después de todo, somos familia.

La palabra familia me cayó encima como un latigazo. Contuve el impulso de fruncir el ceño y apenas solté una sonrisa forzada, esa que uno usa para no mostrar las verdaderas heridas en medio del campo de batalla.

¡Familia! Por favor no era nada de él, ni de Hillary, al contrario, la perra de mi madrastra era una plaga de la que soñaba librarme, no una rama de mi árbol genealógico.

Desvié la atención hacia James Evans, que nos observaba en silencio desde su sillón. Era prudente, demasiado prudente para mi gusto.

—James, no te quito más tiempo. Por favor, avísame si tienes novedades sobre mi asunto —improvisé con naturalidad mientras me incorporaba del asiento.

James se puso de pie casi al mismo tiempo, acortando la distancia entre nosotros para despedirse.

—Creo que podríamos resolverlo esta noche. ¿Te espero? —preguntó, su voz baja, en tono confidencial.

Sabía exactamente a qué se refería. La cena improvisada con sus amigos. Una oportunidad disfrazada de encuentro social para presentarme a Alan Parker…

y evaluar si su nombre podía ser tachado o subrayado en mi lista de sospechosos.

—De acuerdo —asentí, forzando una expresión neutral, mientras una parte de mí se mantenía rígida como si aún llevara puesto el uniforme de vuelo.

Todo delante de Scott, que seguía observándonos, como si tomara nota de cada movimiento.

Quisiera decir que conocí a Alan Parker en aquella maldita velada en el club aeronáutico, pero la verdad fue otra, mucho más cruda. Apenas crucé el vestíbulo, me vi atrapada entre rostros conocidos, hombres de voz cansada y mirada vidriosa, todos repitiendo la misma frase, como un coro fúnebre que se me clavaba en los oídos: "Lamento tu pérdida, Alfred era un gran hombre."

¡Diablos! No estaba en un velorio, pero el aire era igual de denso, igual de insoportable. El vacío era tan real que casi podía tocarlo, y la tristeza —esa tristeza que nunca había pedido— se pegaba a mi piel como ceniza húmeda. Sentí que me ahogaba. No podía quedarme allí un minuto más. Di media vuelta, ignorando la mano insistente de James, su voz que me pedía casi suplicante que me quedara para cenar con los Parker. No podía. No quería. Sentía que, si me quedaba un segundo más, iba a romperme en mil pedazos frente a todos esos desconocidos que decían conocer a mi padre mejor que yo.

Así terminé no en el bar de la noche anterior, como había planeado, sino parada frente al edificio donde mi padre había levantado su imperio, mientras yo crecía sintiéndome siempre un poco más lejos de él. Entré sin saber por qué. Recorrí los pisos en silencio, los ecos de mis propios pasos resonando como disparos en el pecho. Cada pasillo, cada pared, olía a su ausencia. Subí hasta su oficina —su santuario— el mismo donde de niña me colaba para ver planos de aviones, para soñar que algún día él me miraría como a uno de sus grandes proyectos.

Me dejé caer en su silla. La piel vieja crujió bajo mi peso, como si el mismo asiento se quejara de que no era él quien estaba allí. Desde ahí, vi las fotos alineadas con esa precisión maniática que siempre tuvo: mi rostro de niña, de adolescente, de adulta. Fotos que ni siquiera sabía que existían. El día que me gradué del programa de aviación, mi primera medalla, mi regreso de Medio Oriente…

Sentí un golpe seco en el pecho. Me apreté las manos contra la boca, intentando contener algo que ya era incontenible. ¡Había seguido mi carrera! Desde lejos, en silencio, en su maldito orgullo sordo. Yo que toda la vida creí que no era suficiente, que nunca estaría a su altura. Yo, que me rompí por dentro intentando ganar una aprobación que nunca llegó a tiempo.

Mi garganta se cerró. Las lágrimas brotaron, calientes, furiosas, impotentes. No pude hacer las paces. No pude escucharle decir que estaba orgulloso de mí. Y ahora ya era demasiado tarde.

Me acurruqué en esa silla vacía, como si el cuero gastado pudiera devolverme, aunque fuera un eco de su voz. Pero no hubo nada. Solo silencio.

La mañana siguiente fue un infierno. Bajaba por la escalera con el rostro hinchado de tanto llorar, los párpados pesados como piedras, la piel de la cara seca y ardida.

Me cubrí los ojos con las gafas de sol, intentando esconder el desastre que era, intentando que al menos mi orgullo sobreviviera a ese día.

Caminé hacia el comedor, empujando un pie delante del otro, buscando, aunque fuera el consuelo miserable de un café amargo. Y entonces, como si el universo quisiera rematarme, la voz venenosa de Hillary estalló en el aire como un disparo.

—¡Nicky! —vociferó, su tono impregnado de esa falsa superioridad que me ponía los pelos de punta—. Ahora andas de fiesta todas las noches. Deberías guardar respeto por la memoria de tu padre… no ha pasado ni un mes de su muerte.

Me detuve en seco, dejando que la rabia burbujeara justo debajo de la piel. Me quité las gafas lentamente, fijando mi mirada en ella, como quien apunta antes de disparar.

—Lo que haga con mi puta vida es asunto mío —solté, con voz gélida—. Tampoco me vengas con tu falsa preocupación. No soy una niña, Hillary. Y mucho menos, tu hija. Así que mantente al margen.

Sus labios temblaron un instante, pero enseguida se recompuso, alzando la barbilla como si quisiera aplastarme con su sola presencia.

—Es lamentable como piensas, porque una de las dos debe preocuparse por el buen nombre de esta familia —espetó, cruzándose de brazos—. Por cierto, la lectura del testamento será pasado mañana en la oficina de Harry. No faltes.

Solté una risa breve, amarga, que retumbó en el comedor vacío.

—No pienso faltar —aseguré, ladeando la cabeza con un gesto casi felino—. Ansío saber si mi padre te dejó en la calle… o te concedió una pequeña fortuna. De cualquier modo, pronto tendré el motivo de su accidente… y tú al fin saldrás de mi vida.

Vi cómo sus labios se apretaron en una delgada línea, pero Hillary no era de las que retrocedían.

—Creo que este no es el momento para tu curioso sentido del humor —respondió, su voz tensa como un cable de acero—. Deberíamos ocuparnos de acallar los rumores sobre el accidente. No queremos un desplome en las acciones de la compañía.

—Ya disté tu opinión —le corté con un gesto de la mano, como quien ahuyenta una mosca molesta—. Ahora lárgate. Quiero desayunar en paz.

La vi girar sobre sus tacones, rabiosa pero obligada a retirarse, mientras yo me dejaba caer en la silla más cercana, saboreando el amargo triunfo de haberle cerrado la boca… al menos por hoy.

En definitiva, lo último que quería era ver la cara de la perra de Hillary, y menos todavía sentarme a cenar con ella. Así que en cuanto Susan me llamó, aproveché para desaparecer de la mansión. Lo que no imaginé era que íbamos a terminar en una discoteca, como si yo tuviera cabeza para andar de fiesta cuando todavía estoy procesando lo de mi padre.

Igual, acepté. A regañadientes, claro. Susan salió con la excusa de que me hacía un favor, que no podía dejarme sola, llorando como una magdalena.

Y entonces, lo vi. El galán de la otra noche. Misma pose arrogante, misma mirada desafiante que me provoca ganas de darle un puñetazo… o de besarlo. Y si eso ya era peligroso, lo que acaba de proponer lo es todavía más: “un baile”.

Me quedo congelada un segundo, sopesando la situación. Quizá debería hacer lo sensato: dar media vuelta y volver con Susan, que desde la mesa me está haciendo gestos ridículos —sacando la lengua, imitando besos, y otras estupideces que en cualquier otro momento me harían reír. Pero yo nunca he sido de las que huyen. Y esta noche no va a ser la excepción.

Aclaro la garganta, y dejo escapar mi voz con toda la carga de advertencia que soy capaz de reunir:

—No tienes ni idea en el lío en el que te acabas de meter... Puedo ser un peligro si quiero.

Él ríe. Bajo. Rasposo. Inclina un poco la cabeza, como evaluándome, como si yo fuera un reto que le divierte.

—Mocosa —habla, con esa entonación insolente que me hace apretar los puños—. No me asustas ni un poquito. Puedo bailar lo que quieras. ¿Vamos?

Levanta una ceja, invitándome.

Yo me cruzo de brazos un instante, ladeo la cabeza, como si me lo pensara, mientras de reojo veo a Susan en nuestra mesa, agitando las manos, burlándose descaradamente, diciéndome ¡anda, no seas cobarde!

Le sostengo la mirada. Me muerdo el labio, apenas, como sopesando el peligro, el deseo, la locura.

—Vamos —suelto al fin, dejando caer los brazos a los costados.

La pista es un caos de luces, música y cuerpos moviéndose al mismo ritmo caliente que me revienta en el pecho. Él no suelta mi mano ni un segundo mientras me arrastra entre la gente, hasta encontrar un rincón.

La música cambia, más lenta, más sucia. Como una invitación a meterse en problemas. Me mira. Esa mirada de desafío mezclada con algo más... algo que me prende fuego por dentro. No dice nada. No hace falta.

Me jala de un tirón suave y termino pegada a él, tan cerca que apenas puedo respirar. Siento su calor, su perfume, el latido rápido de su corazón bajo esa maldita camisa abierta en el cuello.

—¿Aun dudas que puedo seguirte el paso, mocosa? —susurra al oído, su voz grave haciéndome temblar de pies a cabeza.

Sonrío. De lado, confiada. O al menos intento parecerlo.

—Todavía es pronto para asegurarlo —contesto, pasando una mano lenta por su hombro, provocándolo.

Se ríe bajito, de esa forma que me hace querer estrellarlo contra mí y besarlo hasta que se le acabe el aire. Sus manos bajan a mi cintura y empiezan a guiarme al ritmo, pegándome aún más a su cuerpo.

Siento su muslo contra el mío, su cadera moviéndose con la mía, su respiración cada vez más pesada. El aire entre nosotros prácticamente chisporrotea.

—Sabes lo que estás haciendo —dice, con esa voz ronca que me derrite.

—¿Y tú? —respondo bajito, rozando mis labios contra los suyos— ¿Sabes en qué te estás metiendo?

Nuestros cuerpos se rozan, se buscan, se retan. Cada movimiento, cada roce, es como una corriente eléctrica que me recorre toda la piel.

Él aprieta más mi cintura. Me pega más. Ya no hay espacio. Ni uno solo.

—Estoy contando todos los pecados que voy a cometer contigo —murmura, su aliento chocando contra mi boca.

Y ahí se me va todo el autocontrol. Él me besa de golpe, como si no pudiera aguantarse más, como si fuera suya. Y yo lo beso de vuelta con la misma hambre.

Su mano se mete en mi cabello, tirando un poco, haciéndome gemir bajito contra su boca. Mis manos se aferran a su cuello, a sus hombros, a lo que sea para no caerme porque siento que las piernas me fallan. El beso es todo. Es necesidad, rabia, deseo. Es perderse y no querer encontrar el camino de vuelta.

Cuando se separa, apenas, sus labios rozando los míos, sus ojos se clavan en los míos. Están oscuros. Muy oscuros llenos de lujuria.

—Vamos a un lugar más íntimo y privado... ¿sí? —su voz es un susurro ronco contra mi boca, tan seductor que me roba el aire.

Mi corazón late desbocado. Mi cuerpo grita que diga que sí, pero mi cabeza... mi cabeza todavía pelea. ¿Sigo mis impulsos? ¿O le enseño que no todo en la vida se consigue con un maldito beso? Siento una sonrisa peligrosa asomar en mis labios mientras nuestras frentes siguen juntas. Todavía no he decidido qué hacer. Pero de algo estoy segura: Esta noche… la va a recordar.

 

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